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Distintos eventos familiares, celebraciones e incluso funerales han pasado de ser un acto privado y personal, a un espectáculo diseñado para ser compartido y consumido en las mal llamadas redes sociales. He dicho 'mal llamadas' y es que ¿por qué denominar sociales a una forma ... de comunicarnos que cada vez nos aísla más y nos vuelve más solitarios? Oscuros seres egoístas, tristes y ermitaños que, verdaderamente, no son capaces de relacionarse en el mundo exterior; es decir, en la vida real. No son sociales. Son otra cosa. No tengo claro qué y no encuentro la palabra adecuada para definirlas, pero sociales, desde luego, no son.
En realidad, pienso que son destructivas y crean una sociedad atomizada. Destruyen la autoestima y el carácter; la mente y el corazón. Hay que saber 'vivir' en ellas para que no te hagan daño y es algo que resulta complejo, sobre todo a determinadas edades. Me acuerdo mucho del capítulo 'Nosedive' o 'Caída en picado' –primer episodio de la tercera temporada de la serie de ciencia ficción distópica británica 'Black Mirror' que, si no han visto, les recomiendo, sin duda–, en el que una joven, obsesionada por sus calificaciones en redes sociales, es elegida por una popular amiga de la infancia como dama de honor en su boda. Durante el viaje para asistir al enlace, la fama de la chica cae en picado y pasa a ser una paria social, lo que es un verdadero drama ya que su mundo (el de ella y el resto; el de todos) se basa en compartir actividades diarias y calificarlas a través de una escala que va de una a cinco estrellas en una aplicación. Así se elabora un 'ranking' público que determina el estatus social de cada cual. Ese 'ranking' influye en cada aspecto de la vida. Desde los amigos que se tienen, al trabajo al que uno puede acceder.
Y recuerdo este episodio en particular porque cuando entro a mis redes –que tengo y utilizo, por supuesto, ya que las necesito para mis trabajos–, diferentes tipos de patrones de comportamiento asaltan mi mente. Veo pautas y roles. Siempre los he visto y creo que, en parte, por eso soy socióloga. Identifico patrones y veo entonces sufrimiento real, pero también ficticio; mentiras y verdades. Escucho gritos de auxilio y, a su vez, la más absoluta indiferencia. Veo maldad. Esta es una de las peores criaturas, por llamarla de algún modo, con la que uno puede toparse en estas aguas. Hay que estar alerta, pues suele mostrar una faceta pública encalada, pero su miserable pauta está ahí. Sólo hay que saber mirar.
Es triste ver esos patrones, porque uno descubre más de lo que desearía sobre personas a las que juzgaba de forma distinta. Las redes sociales son un engaño y muestran engaños, y cuando se navega a través de todos esos patrones que en ellas se camuflan de normalidad, se descubre una verdad que resulta, por norma, incómoda y, en muchos casos, desagradable. Individuos solitarios que intentan aparentar estar siempre ocupados, ser atractivos y competentes, relevantes, cuando, en realidad, aunque suene cruel, no son más que un simple pez, pequeño e insignificante, para el resto de peces de este inmenso océano. Hoy quizá sean alguien; mañana, absolutamente nadie. Y nadie, también, en la vida real, porque a menudo se confunden ambos planos de existencia y acabamos viviendo, sin quererlo, en un capítulo de 'Black Mirror'.
Esta compulsión por exhibir y compartir, cuando se hace sin control y sin un verdadero análisis de sus repercusiones, afecta a la calidad de nuestras vidas; es evidente, y puede llevar a una desconexión entre lo que proyectamos y la realidad que vivimos. Una interrupción entre el yo que somos y el yo que fingimos ser y que, tal vez, nunca seremos. ¿Qué pasará, de hecho, cuando los que sólo han vivido el mundo a través de las redes se den cuenta de que ya no saben cuál es su verdadero yo; cuándo descubran que se han perdido el mundo y la vida de verdad; cuándo no sean capaces de entender ni moverse fuera del patrón?
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