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El ruido en el mundo político trae suciedad.
La suciedad, fanatismo.
El fanatismo, malicia.
La malicia, peligro.
¿Y el peligro?
El ruido y la suciedad adoptan diferentes formas y son, desde hace tiempo –aunque es verdad que últimamente el ruido ha pasado a ... ser estrépito y la suciedad, roña difícil de quitar–, omnipresentes. En demasiadas ocasiones, lo vemos día sí y día también, se manifiestan a través de una retórica violenta, crecida de ataques personales y discursos pedantes que, en realidad, están vacíos de contenido. Es un tipo de vocerío muy desagradable que entorpece –cuando no liquida por completo– una comunicación fluida y dificulta la búsqueda de buenas soluciones, oportunidades o lo que quiera que en cada momento se necesite.
Ruido que desvía la atención de asuntos fundamentales y la lleva a luchas frívolas y, en la mayoría de los casos, estériles. Además, este tipo de ruido se alimenta gustoso de la transmisión deliberada de información falsa, de la manipulación y la desinformación. De las mentiras, vaya. Hay que decirlo más a menudo. Son mentiras. Lo que sólo provoca, lo vemos a cada rato –y da una vergüenza terrible– un ambiente casi enfermizo. Un contexto de resentimiento continuo y palabrería insolente que sustituye con falsa dignidad –qué tristeza– el auténtico diálogo.
El ruido y la suciedad en el mundo político no son, sin embargo, cosa sólo de políticos; y esto, que puede parecer una paradoja, más bien es una constatación de una situación palmaria. Únicamente debemos asomarnos un poco al mundo, real o virtual, para comprobar que todo, hasta lo más pequeño y banal, se ha convertido en una contienda (qué palabra más arriesgada) que nos concierne y salpica. Emular el comportamiento político en la vida cotidiana es un fenómeno creciente y cada vez más personas adoptan conductas y discursos en sus relaciones normales que están saturados de un griterío inquietante que lo contamina todo, hasta los sueños. Sí, los sueños; esa otra vida que no sabemos que tenemos –o ignoramos con frecuencia su existir– hasta que dejamos de tenerla.
Es un monstruo que crece y se desarrolla como si fuera una infección por diferentes esferas de la existencia y contamina tanto el ámbito familiar como el laboral; deja huella en lo privado y en lo público. Como reacción, es lógico, cada vez hay un mayor número de ciudadanos que opta por todo lo contrario: el silencio.
Silencio absoluto.
Una afonía social que debería preocuparnos, quizá más que el propio alboroto de los políticos y sus seguidores, imitadores o como quiera que se llamen.
¿Sectarios o discípulos?
¿Acólitos o partidarios?
Tal vez sólo sean simples almas tristes que copian lo que ven, como los niños. Calcos que hacen que esa afonía social –a mí, personalmente, me preocupa más que el ruido– crezca. Mudez que produce desafección, miedo, rabia, asco… Sentimientos que, agitados de una forma concreta en un momento concreto por mentes que saben deslizarse con habilidad por ese malestar, pueden tener resultados imprevisibles.
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