Todavía envían alguna postal navideña? ¿Y las reciben? En esta era digital en la que vivimos es complicado, lo sé, pero siempre hay quien se resiste a abandonar una costumbre tan hermosa como la de remitir deseos, sueños y abrazos de forma manuscrita.

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La comunicación ... instantánea y los mensajes electrónicos nos ayudan, no se puede negar, a estar más cerca y conectados los unos con los otros, pero creo que las tarjetas de Navidad son y funcionan diferente. Son como pequeñas creaciones que encapsulan no solo la magia de la temporada a la que hacen referencia, sino que guardan -o atesoran. Quizá es más correcto utilizar el verbo atesorar- la esencia real de lo que significan los vínculos humanos. Como una carta, una fotografía o una nota dejada sobre una mesa para avisar de un recado.

Recibimos y enviamos pocas postales, o ninguna, y sin embargo continúan muy presentes. Cada año se editan, publican y llenan estanterías en tiendas de todo tipo por miles. De diferentes estilos, tamaños y precios, individuales o por paquetes, han resistido el paso del tiempo y, en cierto modo, podríamos decir que desafían la fugacidad de la comunicación de las redes sociales y los correos electrónicos. Comunicación impersonal y momentánea. Llega, se lee y, en la mayoría de ocasiones, se borra o se pierde en el olvido de un mundo virtual que engulle con demasiada prisa y voracidad tanto a sus creaciones como a quienes las utilizan. Me recuerda al dios Saturno.

Si cierro los ojos y pienso en la Navidad, me viene a la mente el frío, el árbol y las luces del caserío de mi abuela, y también las postales que solía recibir y que colocaba con cuidado en una mesa cercana al abeto navideño. Al volver la vista atrás en el tiempo, percibo el cálido aroma de la chimenea y veo tarjetas con casas victorianas cubiertas de nieve y niños jugando. Recuerdo nacimientos de todo tipo -algunos me intimidaban por su seriedad y otros eran tan tiernos que sus personajes parecían muñecas-, árboles que ocupaban todo el espacio del papel o que eran apenas un trazo de tinta que se perdía en la blancura de la postal. También pájaros. Palomas de la paz y petirrojos. Ángeles y niños que cantaban. Otras imágenes que vienen a mí son de regalos, cintas de colores y patines porque en algunas había niños que patinaban divertidos, bien abrigados y sonrientes, sobre un lago helado.

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Prueben. Háganlo. Cierren los ojos, piensen en la Navidad y recuerden sus tarjetas. Las que un día enviaron y las que recibieron. Sobre todo las recibidas. Esas siempre se recuerdan mejor porque en ellas permanece, de un modo más vívido, el tiempo que alguien invirtió en seleccionar la postal, escribir los mensajes y enviarla. Además, cada una de ellas, en realidad, cuenta una historia. Desde las imágenes que las adornan hasta los mensajes redactados con suma atención. Y es que, no sé si se han dado cuenta pero, en esas postales, la letra, la inclinación de las frases, la ortografía, etc. siempre estaba muy cuidada. Cuánto empeño e interés se ponía, ¿verdad? Cada detalle era y es importante porque crea una conexión emocional y un recuerdo duradero. Una memoria que funciona como un puente sensitivo que resiste y salva tanto las distancias físicas como temporales. Un puente entre el ayer y el hoy; entre lugares que están a miles de kilómetros; y entre personas que quizá, tras una despedida, nunca más vuelvan a verse.

Tal vez, por todo ello, deberíamos revivir esta costumbre y enviar un trocito palpable de nuestro cariño. Un retazo del hoy escrito a mano. Un trozo de memoria. Un recuerdo, en definitiva, para el mañana.

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