Sentirse insignificante es una especie de soga áspera que ahoga, ¿verdad? Hace que nos cuestionemos el valor de nuestras acciones, de nuestro trabajo y si de verdad tenemos algún impacto en el mundo o somos simples motas de polvo, fútiles e intrascendentes, que poco o ... nada importan.

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Importar. Qué valioso es este verbo y qué poco valor se le da.

Insignificantes. No sé si es la palabra adecuada, pero no se me ocurre otra. ¿Irrelevantes? No me gusta. Es complicado definir un sentir como este, porque es una emoción impuesta desde fuera que, no obstante, al final, es asumida como propia con el paso del tiempo. Cómo definir a simples peones (es en lo que nos convertimos) que participan en un juego en el que no pueden jugar –no nos dejan–, destinados a morir pronto, como los malos secundarios. En realidad, si lo pensamos bien, los peones, salvo para el padre del sinsentido, Lewis Carroll, dejan de ser personas y se transforman en cosas. Es decir, si nos hemos vuelto peones, fríamente, nos hemos vuelto cosas.

Cosa (DRAE): objeto inanimado, por oposición a ser viviente.

Así, una cosa exánime, sin vida ni espíritu, se puede utilizar y después desechar sin cuidado. Sustituir sin remordimientos. Menospreciar e intentar que desaparezca por sí sola o, en última instancia, si es necesario, tirarla al cubo de la basura.

¿Para su destrucción o su reciclaje?

Depende.

¿De qué?

De si esa persona o peón, es decir, cosa, puede ser útil en el futuro para solventar algún problema; necesaria para llevar a cabo algún trabajo de difícil ejecución y resultado incierto. En ese caso, no se tirará a la basura de forma definitiva y se la mantendrá en una suerte de limbo. Por si acaso.

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Esa es la base de todo el asunto. Las personas se igualan a cosas. Las cosas se igualan a desechables, como un tóner o una grapa. ¿Es fundamental una grapa? ¿Un bolígrafo? Prefiero, en ese caso, ser un lápiz. Se me antoja más versátil.

El verdadero problema de esta cuestión, sin embargo, no es tanto que se haya decidido que las personas son cosas; y cosas, además, a menospreciar y machacar, cosas sin sentimientos, sino que esto provoca una autocrítica feroz y persistente que nos susurra que lo que hacemos es irrelevante y que nuestras contribuciones son baladíes en comparación con las de los demás.

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¿Y qué pasaría si nos levantamos y gritamos a los cuatro vientos que somos importantes? Que la puerta se abriría, pero para mostrarnos la salida. O eres peón sustituible, un tóner, una grapa, o no eres nada. Nada de nada. Al parecer, ser nada es peor que ser insignificante, aunque, con toda sinceridad, tengo mis dudas porque en la nada, en su oscuridad, nuestras acciones tal vez puedan brillar con mayor ímpetu. Puedan ser apreciadas. Puedan ser vistas. Puedan existir.

Peones. Cosas secuestradas en un limbo de insensibilidad, atadas con palabras hoscas y promesas vacías que nunca se cumplen. Siempre relegados y sustituidos por otros que, según parece, brillan más y son mejores. ¿En qué? ¿Por qué? No hay respuesta.

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Dicho esto, es importante –mucho, recuerden este verbo: importar– saber cuál es nuestro sitio (aunque duela) porque es la única manera de hacer frente a la realidad; de comprender la naturaleza de nuestro lugar en el mundo y poder, si queremos o si lo necesitamos, cambiarlo.

¿Cosas o personas?

¿Qué somos y qué queremos ser?

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