En la historia clásica escrita por Mary Shelley, el científico Víctor Frankenstein, obsesionado por trascender y superar los imaginados límites de la ciencia y la naturaleza, crea un ser que, lejos de convertirse en esa invención que le iba a acercar a la gloria, acaba ... transformándose en una fuente perpetua de terror y desesperación. Crea un monstruo. Un monstruo, por cierto, que no tiene nombre. Hoy, 206 años después –qué curiosa paradoja–, todos nosotros tenemos nuestro propio monstruo y, de hecho, somos el monstruo. Y todos, además, somos el doctor Frankenstein. Doctores de nosotros mismos. Creadores de nuestro propio yo monstruoso.

Publicidad

Sería bueno aclarar, no obstante, que en esta historia (la de ficción), mal entendida desde hace años, el monstruo, sentido como cruel y perverso, en realidad no es tal. El verdadero monstruo es el doctor. El creador, el que da vida para, de inmediato, ante el miedo que le produce lo creado –feo, contrahecho e imperfecto–, abandonarlo; el que lanza a la existencia a una criatura sin razón ni conocimiento (no los ha adquirido todavía), deserta de su responsabilidad como padre y la deja sola ante un mundo que no es precisamente el jardín del Edén. Sola, ignorante y desvalida. Nosotros somos ese ser y ese doctor. Los dos. Sí, los dos juntos. Cada día, cuando exhibimos y vendemos lo que no somos, creamos un falso yo. Una suerte de monstruo –entiéndase aquí el monstruo como una metáfora de un yo diferente– que busca éxito y que hace y dice lo que se supone que debe decir y hacer para conseguirlo. ¿Qué tipo de éxito? Cada cual tendrá el suyo. Social, laboral, familiar, virtual…

¿Qué pasa, entonces, cuando el resultado no es el esperado? Que abandonamos a nuestro yo monstruoso; pero, ¿cómo se puede abandonar tal creación si somos nosotros mismos? Ay, el deseo. Puede con todo. ¿Cómo? Creando un yo nuevo que pensamos que esta vez nos saldrá mejor.

Víctor Frankenstein no llega a crear nuevas criaturas que se parezcan más a lo deseado. En el libro de Shelley eso nunca ocurre, pero en la vida real, nuestra vida, sí. Lo hacemos todos los días. A cada hora y cada minuto. ¿Cuántos monstruos creamos para una fotografía, un vídeo, un tutorial, etc.? ¿Y cuántos, después, destruimos y olvidamos? Si la vida fuera un capítulo de 'Black Mirror', todos esos monstruos desechados nos estarían esperando en algún rincón concreto de nuestra propia mente. Como un trastero oscuro y cerrado donde se almacenarían a la espera de… ¿Quién sabe? No voy a dar respuesta a esta cuestión porque les recuerdo que soy escritora y mi imaginación, bueno, es un tanto gótica para estos asuntos. Cada cual que invente lo que mejor le convenga y que sitúe a sus monstruos donde le plazca.

Publicidad

Nos encontramos así frente a nuestra propia versión de Frankenstein. Una versión que amenaza con devorar nuestra humanidad. Siempre conectados, sin embargo nos sentimos más solos que nunca y nos consumimos en un deseo eterno de búsqueda de interacciones, de atención. Creamos monstruos, cientos de versiones diferentes de nosotros mismos, atrapados en un ciclo interminable que nos convierte a la vez en el monstruo y en el doctor. Que nos hace creadores y creados; y, por supuesto, destructores y destruidos.

Este contenido es exclusivo para suscriptores

3 meses por solo 1€/mes

Publicidad