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El asombro forzado es hoy como una suerte de fantasma al que no sabemos —tal vez no queremos— espantar. Todo a nuestro alrededor se ha ... vuelto inspirador y maravilloso. Mágico, de hecho. Un desayuno, por ejemplo, o una charla de cinco minutos con alguien medio interesante es mágico. Eso nos decimos; y lo es hasta tal punto que incluso lo más inane, aquello de verdad fútil, debe serlo.
¿Y si no lo es? ¿Y si, por mucho que lo miremos, esa espuma del café es solo eso, espuma? Entonces, expertos en mentirnos a nosotros mismos, lo revestimos de brillo hasta que lo parezca.
Nos hemos vuelto, me temo, preceptores de una vida extraordinaria en la que no hay espacio para lo normal, lo corriente; y esa admiración constante por lo fatuo ha hecho que perdamos el sentido de la verdadera sorpresa. ¿Qué queda entonces cuando nos enfrentamos a algo que de verdad merece ser llamado fascinante? Hemos diluido tanto el valor real de las experiencias que las hemos transformado en algo vano. En consecuencia, la realidad no es suficiente y necesitamos épica. Este entusiasmo embustero se ha convertido en norma o, quizá, sería más correcto decir exigencia. No basta con vivir algo bonito e interesante, hay que contarlo con una emoción mayúscula. Inflación del asombro que nos ha dejado vacíos porque la emoción real no se programa ni se imposta. No se mide en reacciones ni comentarios. Sin embargo, aquí estamos, empeñados en fingir emoción por cosas que, en el fondo, nos son indiferentes.
¿No les parece agotador? ¿No resulta triste pensar que hemos despojado a la sorpresa de su esencia, de su naturaleza más pura? ¿Que hemos convertido a Stendhal en parte de nuestro ADN?
Hace ya años, yo lo sentí de verdad. Me refiero al síndrome de Stendhal. Fue después de ver 'Érase una vez en América', de Sergio Leone. Mientras las letras pasaban por la pantalla y la imagen de Noodles (Robert de Niro) se difuminaba; mientras la música de Ennio Morricone atronaba mi salón, lo sentí. Tan intenso y profundo, tan adentro, que lloré y no me avergüenza reconocerlo. Es tan maravilloso haberlo sentido de verdad que no puedo entender esta manía actual, tal vez capricho, de 'encontrar' asombro en la más grotesca mediocridad.
Escuchen a Morricone. Háganlo. Sientan.
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