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La belleza es un concepto que ha interesado a filósofos, artistas y pensadores a lo largo de toda nuestra historia. Se ha debatido y debate si la belleza es objetiva; es decir, si existe con independencia de la percepción particular de cada uno o si, ... por el contrario, es subjetiva y se encuentra sólo en el ojo del que mira. Una dualidad que ha generado infinitas reflexiones sobre la naturaleza misma de la belleza y su impacto en nuestras vidas.
Esquiva y caprichosa, la buscamos de forma incansable tanto en nosotros como en aquello que nos rodea, pero, ¿qué es de verdad la belleza? Para algunos se reduce a una suerte de perfección que nace del aplauso a determinados patrones o esquemas impuestos por la sociedad de cada época. Belleza de ayer que no lo es hoy y viceversa. Una belleza fútil en realidad, efímera, que nace y muere con los tiempos; que vive por estaciones como las cosechas; que sólo dura lo que dura una moda o un parecer transitorio. Entonces, ¿dónde reside la verdadera belleza? Tal vez, pienso, en los rincones secretos de nuestra alma; es decir, en las cicatrices con las que cargamos y en las arrugas que cuentan, a su manera, historias de vida. Nuestra vida.
Pensamos, todos lo hacemos, que la belleza es algo externo. Mirarnos en cualquier espejo y aguardar a que el brillo reflector nos devuelva a alguien moldeado según las reglas de nuestro presente. Y sí, no lo podemos negar, en parte eso es la belleza, pero además de esa beldad efímera y exterior, volátil y que muere según germina –pues no hay nada más fugaz que el reflejo de un espejo–, existe otra más profunda, más auténtica, que desafía las limitaciones de confinarla a meros atributos físicos. ¿Cuál? Aquella nacida de las pasiones. La que bebe de los triunfos y los fracasos, porque las lágrimas también pueden ser belleza, como lo es una sonrisa o un suspiro.
Belleza que brota de los sentidos y los sentimientos; de la sabiduría y la duda; de la mirada inquieta y los labios anhelantes.
Belleza que vive en la historia de cada ser humano y que es única.
Belleza que surge de sueños y también, cómo no, de pesadillas.
La otra, la exclusivamente material, es un desnudo espejismo que desaparece cuando se observa de cerca. Como una pompa de jabón que estalla al primer contacto con la realidad. Estándares impuestos tan perecederos como una brisa de verano. ¿Acaso no es la imperfección lo que nos hace hermosos en nuestra complejidad?
Lo otro, pensar sólo en estándares impuestos desde fuera, en patrones asignados por una sociedad demasiado acomplejada además como para querer mirarse al espejo con sinceridad y verse tal y como es en realidad, nos ata a una visión limitada de la belleza. Una visión simplista que acarrea trastornos y problemas de autoestima acrecentados por la conversión del espejo en pantalla, y la pantalla en espejito mágico.
Un espejo lleno de trucos para que la belleza aparente e incierta se convierta en real y existente, aunque ese existir deje de ser tal en cuanto la pantalla se va a negro.
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