Somos una tragedia. Un melodrama. Un desastre tras otro. Un infortunio que nos acompaña a cada minuto. Somos la desdicha y la desventura. La tragedia y la calamidad.
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Somos un drama. Sólo y exclusivamente drama.
Vivimos caracterizados –en el más amplio sentido de la palabra– ... por un dramatismo exagerado; por redes sociales anegadas de tragedias griegas, odiseas representadas y miserias personales convertidas en espectáculo. Somos un naufragio constante. Eso venden famosos y anónimos. El vecino y el familiar. Desdicha envuelta en lamentos y quejas persistentes. ¿Cuánto puede llegar a quejarse un solo ser humano? Es agotador. A mí, al menos, así me lo parece. Cansado y fastidioso. Y pienso, al verlos, al escucharlos, que son dramáticos con ínfulas. Trágicos personajes de un mundo artificioso –trágico y terrible, por supuesto– que buscan atención a cualquier precio. Atención convertida en un bien de mercadeo, pues parece que la única forma de destacar es a través del exceso y el drama desmedido.
Drama contagioso.
El dramatismo exagerado es una forma de manipulación emocional. Tan simple como eso, y tan viejo. Manipulación que solo ansía conseguir atención –cuán falto de cariño está el mundo– y todos compiten por quién puede generar la reacción más visceral. Más intensa y que le dé más notoriedad. ¿De qué tipo? Da igual.
Notoriedad. Importancia.
Drama ponzoñoso.
Se filtra en nuestras vidas y cada pequeño contratiempo se convierte en una tragedia épica; cada disgusto alcanza proporciones desmesuradas; cada revés es una desgracia homérica. Todo parece estar en crisis y en un estado de perpetuo caos.
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Drama como moneda de cambio.
Exageración como norma.
¿Y a qué precio? Uno muy alto. Hemos perdido la capacidad de discernir entre lo importante y lo trivial. Nos hemos vuelto insensibles al sufrimiento real y alimentamos gustosos una cultura basada en el victimismo y la autocompasión. Duelo y pésames que son medallas.
Drama perpetuo.
¿Por qué?
Porque de este modo cada uno se convierte en el héroe de su propia epopeya. Superhombre de leyenda. Protagonista de una historia épica. Un semidiós gracias a la validación de sus poderes a través de la exposición de su dolor y sufrimiento. Es, en puridad, la mitificación del drama. La elevación a los altares de la angustia, sea real o fingida. Eso da igual. De hecho, en la mayoría de casos, es una mentira adornada. Una falsa realidad exagerada para causar más impacto. Lágrimas vestidas de alta costura y suspiros envueltos en el color favorito de quien mira. Atractivo llanto de pobres o ricos, jóvenes o viejos, inteligentes o torpes. Fascinante desventura que hechiza como el canto de una sirena.
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Drama con embrujo.
Repitamos la pregunta: ¿por qué?
Porque es también una forma de escapismo. Una huida. Una manera de evadir la vida escogida o la vida heredada. El camino tomado o el laberinto del que no se sabe salir. Una forma cobarde, a mi juicio, de enfrentar la complejidad del mundo, nos guste más o menos.
Somos un drama. Sólo y exclusivamente drama.
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