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El otro día pensé en el cielo. En su existencia. ¿Quiénes son sus auténticos habitantes en caso de que este sea real? Una idea se sembró entonces en mi cabeza. Una interesante concepción de un lugar enormemente amando por muy diferentes tipos de religiones. Religiones ... que, en muchos casos, si uno las analiza al detalle, no son tan distintas como en general tendemos a pensar. La idea es la siguiente: creo que el cielo está lleno de ateos.
El cielo —y para un considerable y nada desdeñable número de personas en el mundo, el paraíso— es una idea espiritual del más allá, presente en muchas religiones y filosofías, que tiene diferentes nombres, donde vivirían dioses, ángeles, almas, bendecidos, genios, santos e incluso demonios. Todo depende de la creencia. Eso sí, con un único nivel o con varios, el cielo es la gloria, el edén, el nirvana, la patria celestial. Una especie de Shangri-La. Un lugar lleno de bondad, amor, bienestar, belleza, tranquilidad, paz, armonía y cualquier otro buen sentimiento o sensación agradable que se les ocurra.
Un territorio donde a cualquiera, vivo o muerto, no le importaría quedarse, sobre todo si pensamos que de verdad en él pasaremos la eternidad. Dicho esto, la mayoría de personas que creen en el cielo piensan en él desde un punto de vista, a mi juicio, egoísta. Creen en su existencia porque será su salvación. Allí sus pecados no importarán, ni sus fechorías. Una vida eterna libre de culpa, miedo, dolor o pobreza. Nada se necesitará en ese lugar y ya no habrá más sufrimiento. No obstante, para llegar a él, hay que pagar un peaje que suele estar relacionado con comportamientos de bondad, piedad o fe en función de los distintos sistemas teológicos y, a veces, he aquí donde entra mi teoría, la voluntad divina.
Por tanto, a lo largo de la vida, incontables personas son piadosas, buenas, clementes, rezan mucho y piden también mucho, practican diferentes ceremonias y ritos, e incluso en algunos tiempos y en algunas creencias llegan a matar y a matarse a cambio de un billete para el cielo. Un billete para una vida inmortal en el más allá repleta de felicidad, amor, con jardines —y bellas huríes (mujeres siempre vírgenes), vino que no produce secuelas y placeres divinos si el cielo es el paraíso islámico—, el perdón de los pecados y la redención absoluta.
Esto, si lo razonan, nos lleva a preguntarnos por qué todas esas personas hacen lo que hacen. La respuesta es simple: porque quieren llegar al cielo. Es decir, por egoísmo. Piensan en su salvación, favor y rescate. En su nueva vida en el paraíso. ¿Harían lo mismo y obrarían igual si no creyeran que existe el cielo? ¿Se comportarían de igual modo si no creyeran en ese paraíso que les aguarda al final del camino? Algunas sí, claro está, pero permítanme dudar de otras.
Llegamos así a la singularidad de mi hipótesis sobre el cielo y los ateos, agnósticos, escépticos, etc. Pienso que hay muchas personas buenas en este mundo que hacen buenas cosas y son importantes para el desarrollo de la humanidad y su avance; que son caritativas, sensibles, misericordiosas, bondadosas, honestas y un sinfín de adjetivos más, y que obran de tal manera sin creer en una futura vida eterna llena de gloria y perdón. Y esas son las que, a mi parecer, copan el cielo. Voluntad divina.
De hecho, si yo tuviera las llaves de las puertas del cielo (de todos los tipos de cielo), desde luego, tendría muy clara mi lista de admisión y el orden de entrada. Por eso, tal vez, si el cielo existe, no esté lleno de aquellos que obran de una manera solo para ganarse su entrada al paraíso, sino de aquellos que lo hacen con la única intención de mejorar el mundo.
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