Tengo la impresión, no sé si ustedes pensarán lo mismo, de que la búsqueda perpetua de la mejora personal —con todo lo que conlleva— se ha convertido en nuestros días en algo despótico, y las redes sociales actúan como grandes escaparates donde se exhiben versiones ... pulidas de la vida. ¿Real? Eso es irrelevante porque lo que importa es lo que parece, no lo que es. Un espejismo de perfección que, sin embargo, es sólo una fachada que oculta una realidad compleja y, a menudo, muy diferente.

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Somos como la Casa de Usher. Sí, eso es lo que pienso. Que una enorme grieta recorre de lado a lado la propiedad —la red, nuestra vida imaginaria, nuestra engañosa apariencia, la sonrisa forzada, la pose del día, la fingida felicidad, el trabajo supuestamente perfecto, etc.—, que resquebraja sus cimientos y que, al final, la hará caer. Colapsará, pues la verdad sigue ahí. Se derrumbará porque la verdad no desaparece. Es tozuda y se queda. Como una sombra. Como esa grieta. Como un fantasma que nos recuerda quiénes somos en realidad.

El deseo de mejorar no es negativo 'per se', puesto que nos impulsa a perseguir nuestros sueños y ser la mejor versión de nosotros mismos; sin embargo, las redes y las presentes formas de comunicarnos, con sus filtros e impresiones y la necesidad imperiosa de estar presente en ellas, las han transformado en escenarios, en teatros, de representación personal. ¿Qué somos? ¿Quiénes somos? ¿Cómo debemos actuar?

Apresados por la aparente excelencia de los demás –como si hubiéramos caído en una tela de araña, sin salida, pegados, enredados–, nos obligamos a mostrar lo que ciertamente ni somos ni, en muchos casos, queremos ser porque, ¿de verdad queremos ser eso que enseñamos o, por el contrario, enseñamos lo que pensamos que otros quieren ver? Qué difícil respuesta. Qué complicada ecuación.

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¿Somos como Roderick Usher, encerrados en nuestra propia oscuridad, o como Lady Madeline, siempre a la sombra de secretos y misterios? ¿Somos quizá como el caballero que los visita, tratando de comprender las complejidades de nuestra propia existencia o tal vez ninguno de ellos? A lo mejor somos la casa, agrietada, mísera, a punto del derrumbe. Posiblemente… Pero seamos quienes seamos (o hayamos decidido ser o fingir ser), ese afán por mostrar un perfeccionamiento incesante de nuestras deliciosas vidas se ha convertido en una competición donde la meta parece no llegar nunca. Si bien, ¿cuál es la meta? ¿Hasta dónde vamos a llegar? ¿Cuál es el objetivo último?

La mentira, tanto hacia los demás como hacia nosotros mismos, se ha convertido en esa grieta que recorre nuestro hogar, nuestra mente, y nos hace sentir, tras cada exhibición pública –somos como un muñeco de feria. Títeres, pero manejados por nosotros mismos. Qué tristeza, ¿no les parece? Nosotros movemos nuestros propios hilos–, que la hendedura es más grande. La disonancia entre la imagen proyectada y la realidad genera una cada vez mayor sensación de aislamiento y, en consecuencia, de tristeza. Porque la mentira debe permanecer para mantener la apariencia de lo inventado. Grieta que acabará por romper (rompernos) por completo. Qué paradoja.

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Es necesario reconocer la falacia de este modelo, porque mientras más nos esforzamos por mostrar nuestra mejor versión –ya sea cierta o no– y tapar la grieta, más nos alejamos de la realidad. Cada esfuerzo por ocultar las imperfecciones sólo hace que las fisuras en nuestra fachada se agranden de tal manera que llegará un punto en el que se abrirán de manera irremediable. Entonces, la casa caerá y, con ella, todo lo que habíamos construido se vendrá abajo, fuera real o imaginado.

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