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Hay una belleza silenciosa que pasa desapercibida, pero que siempre está ahí, a nuestro alrededor. Solo hay que saber mirar para encontrarla. Detalles pequeños, cotidianos, que parecen no importar y que, sin embargo, importan.
Vivimos con prisa o deprisa —¿se acuerdan de aquel joven Alejandro ... Sanz de 1991? Es como si nos hubiéramos quedado atrapados en su canción— y buscamos lo que más fulgura, la belleza más llamativa; pero, mientras corremos cual opositores a atletas, no prestamos atención a lo que en verdad da forma a los días. Esa belleza que nadie mira, la que no espera reconocimiento y que está en muchas partes –acaso en todas– y no porque tenga un propósito, sino porque simplemente existe. No todo en la vida necesita una razón de ser o una intención. A veces, la existencia por sí misma es suficiente.
El problema es que hemos olvidado cómo verla. Miramos sin ver, como si lleváramos anteojeras para no desviarnos del camino trazado, y queremos que todo sea espectacular y rimbombante de forma inmediata. Nos hemos vuelto excesivamente teatrales, ¿no les parece? Queremos, pues, belleza al instante, sea de la clase que sea; y, en ese afán, nos perdemos lo que en realidad construye el mundo. He de reconocer, sin embargo, que esto no debería sorprenderme porque cada vez nos perdemos más cosas. De hecho, los que nos perdemos somos nosotros.
La belleza silenciosa que nadie mira es aquella que se encuentra en las grietas de la vida diaria, en los momentos de pausa. Instantes en los que podemos apreciar lo que a menudo damos por sentado. No hace falta ir lejos para encontrarla. Se trata de mirar de verdad. Si salimos a la calle, caminamos despacio y prestamos atención, la encontraremos. No son cosas que, en principio, cambien la vida –no, al menos, de manera radical, aunque ¿quién sabe?–, pero sí el momento y eso, en un mundo superficial y acelerado como el nuestro, puede ser, a veces, suficiente. Además, tal vez al mirarla, esa belleza que nadie ve nos devuelva un poco de lo que somos y de lo que olvidamos que podemos ser.
Es una invitación a detenerse, a prestar atención a lo que a menudo ignoramos. Una invitación a aguzar los sentidos y descubrir que todavía existe algo que no se compra, no se vende y no se pierde. Algo que, simplemente, está ahí.
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