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Con frecuencia se defiende la honestidad como un valor, pero considerado este en términos absolutos; es decir, una virtud a seguir sin ningún tipo de restricción ni miramiento. Sin embargo, decir todo lo que uno piensa, sin filtro ni cuidado, no es 'per se' algo ... conveniente o favorable, ya que no hay nada más cruel que la honestidad mal entendida. Con lo dicho, no obstante, no me refiero, ni mucho menos, a renunciar a la sinceridad o a censurar de algún modo la libertad de expresión, sino a entender que la comunicación efectiva también requiere de razonamiento y, por supuesto, sensibilidad. Dos factores esenciales de los que, en muchas ocasiones, sobre todo en los últimos tiempos, se prescinde como si ni siquiera existieran.
La comunicación debe ir más allá de la sola transmisión de pensamientos por lo que es importante tener en cuenta el contexto, el estado emocional de la otra persona y las posibles repercusiones de nuestras palabras. La franqueza sin filtro, el «yo soy así y digo siempre lo que pienso», puede causar heridas innecesarias. No todas las verdades necesitan ser manifestadas en todo momento ni de cualquier manera.
Entiendo que mostrar todo lo que uno piensa se tilda de autenticidad, pero creo que esa naturalidad de la que se presume debe ir acompañada de respeto e inteligencia. Hay que ser consciente de la huella que nuestras palabras pueden dejar y saber cuándo, quizá, es mejor guardarse ciertos comentarios porque son fútiles, torpes e incluso desalmados. Habrá quien piense que es mejor ir por la vida sin filtros, pero manifestar lo que uno piensa a toda costa, puesto que eso que dice es 'la verdad', solo demuestra falta de madurez emocional además de ausencia de empatía y simpleza tanto mental como emocional. Es importante aprender a distinguir entre ser genuino y ser insensible.
Por otra parte, reflexionar antes de emitir una opinión sobre un tema determinado –aunque ese tema sea muy comentado. Aquello de lo que todos hablan– no significa ser falso o hipócrita. Eso es algo que se esgrime como argumento cuando lo que prima es la búsqueda de atención y refleja, ciertamente, un egoísmo que prioriza la expresión personal sobre todo lo demás.
Esto, voy a repetirlo, no significa callar o no decir la verdad; no es una cuestión de censura o represión. Se trata únicamente de entender que nuestro juicio no siempre es necesario ni útil porque, además, seamos sinceros –ya que estamos hablando de franqueza, qué menos– no de todo sabemos ni nuestro dictamen va a sentar cátedra. Tampoco es obligatorio tener una opinión, aunque vivamos en un mundo que glorifica la verbosidad. Se puede dudar, cambiar, repensar, no saber, desentenderse, etc. Ya lo decía Harry Callahan, es decir, Clint Eastwood, en la última entrega de la saga de Harry el sucio, 'La lista negra' (1988), «las opiniones son como los culos, todos tenemos uno», por lo que el silencio, en realidad, puede ser, a veces, la mejor respuesta.
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