Hay una clase de objetos que, a pesar de haber perdido su propósito inicial, guardamos. Somos incapaces de deshacernos de ellos. Por ejemplo, un billete antiguo de tren que ya no te lleva a ninguna parte y cuyo valor, en una moneda que hoy no ... existe, se esfumó hace tiempo. Ni siquiera se lee bien el destino. Tampoco el origen. Una llave que no abre puerta alguna o un botón, de color rojo, que un día, hace ya demasiadas primaveras, se quedó huérfano de abrigo. Una máquina de escribir que no puede escribir o un disco que siempre, siempre, salta en la misma canción.
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Son objetos que sestean en cajones y estanterías, en altillos, armarios y cajas cerradas a la espera de que alguien los mire y los toque; si bien, no son cosas olvidadas. Son cápsulas de memoria, tiempo o sentires.
Contienen retazos de nuestra vida, ecos, como aquel viaje que una vez emprendimos sin pensar en volver o la persona que fuimos durante la universidad. ¿Cuánto queda de ella al presente? El rumor de ese instante que, aunque se haya perdido en el laberinto del tiempo, aún late entre los agujeros con restos de hilo de un botón caído o en el frío metal de una llave que no abre nada porque su puerta se clausuró. Y no importa que no podamos teclear en la máquina o escuchar esa canción de una sola vez. Eso da igual, porque lo que en realidad importa es que, cada vez que los vemos o tocamos, algo arde en nuestro interior. Un recuerdo o una sensación, como si fueran rescoldos de un fuego no extinto, que se niega a ser olvidado.
Vivimos en un mundo que ha llegado a idolatrar -que palabra más peligrosa- lo práctico, funcional y eficiente. Todo debe tener un propósito y si algo no sirve, lo desechamos como si fuera basura. Si algo no genera valor, lo abandonamos. Pero estos objetos que consideramos inútiles en el sentido más convencional del término, tienen algo que va más allá de la propia utilidad. A mi juicio contienen ternura que no sé ustedes, pero, tal y como va este mundo nuestro, se me antoja una de las cosas más valiosas que existen; y su ternura reside en su capacidad para aguantar el paso del tiempo y rebelarse contra una sociedad que todo lo mide en términos de productividad. Guardarlos quizá no tenga un sentido práctico, pero sí tiene un profundo sentido humano. Nos conecta con lo que un día fuimos, además de ser testigos de nuestra historia.
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Están ahí para recordarnos que no todo tiene que ser perfecto, funcional o rentable. A veces, lo valioso está en poder tocar algo que nos haga detener nuestro caminar durante un segundo para mirar atrás y sonreír, porque creo que sonreímos poco. Me refiero a sonrisas de verdad. Auténticas. De esas que se expanden y alegran el corazón.
Y es que el «provecho, conveniencia, interés o fruto que se saca de algo» no siempre es material. Hay cosas que no sirven para nada y que, sin embargo, lo son todo. Me acuerdo ahora, por ejemplo, de las cartas de amor que se escribían antes. ¿Las recuerdan? ¿Llegaron ustedes a escribir alguna? Oh, no me mientan. Yo sí lo hice. He de confesar que más de una y me gusta pensar que mis palabras, allá donde sean leídas ahora, hagan todavía sonreír a quien tenga a bien leerlas. Son refugios de nuestra memoria y a la vez recordatorios de que somos algo más que nuestra función 'útil' en este mundo. Algo más que un engranaje.
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Así, la próxima vez que encuentren una entrada para ir a un cine que hoy no existe, una llave que no abre ninguna puerta o un botón que no tiene abrigo, no lo tiren. Cójanlo y dejen que les cuente su historia. Después, guárdenlo o, si prefieren, déjenlo donde está, pero háganlo con la ternura que se merece, porque esos objetos en apariencia inútiles nos recuerdan quiénes somos, de dónde venimos y lo que hemos vivido; y eso, aunque no se pueda medir ni pesar, vale el infinito.
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