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Cuántas veces soñamos despiertos y anhelamos una vida que parece estar fuera de nuestro alcance? ¿O una vida que parece destinada sólo para otros? Hundidos en fantasías de lo que podría ser, idealizamos una existencia diferente convencidos de que la hierba es más verde al ... otro lado. ¿Acaso no lo es? Más verde, esponjosa y brillante. Crece con mayor vigor y las flores prefieren esos pastos a los nuestros. Pero, ¿qué sucede entretanto? ¿Qué ocurre con la vida que sí tenemos y no con la que soñamos? Que se nos escapa mientras nos ocupamos sólo de perseguir quimeras.
Lo desafiante de esta situación, lo que produce una especie de sentimiento de desasosiego de difícil cura, es que es normal. Completamente normal. Nos pasa a todos y, de hecho, quizá sea incluso algo necesario en algunos momentos. Algo bueno si lo sabemos entender como lo que es: soñar despiertos. Soñar con tener algo más de lo que se tiene cada día para poder continuar el camino. Soñar con mejorar. Soñar con vivir y ser mejor.
Soñar...
No es malo. En absoluto. El problema o, quizá fuera mejor decir la dificultad, radica en la confusión de ambos mundos. Es decir, en olvidar el real, el que uno vive (y sufre) y confundirlo con el que le gustaría tener. Sueños de otra realidad que se trasforman en nuestro hoy, pero que son una verdad podrida e inexistente. Falsa.
Si sólo nos aferramos a la ilusión de una vida distinta, sólo a eso, dejamos, en rigor, de vivir. Es como si existiéramos en un estado constante de espera. Siempre a la espera. Como en una cola infinita en algún profundo círculo del infierno, a la expectativa, aguardando a que llegue el momento mágico que al fin nos dé la completa y auténtica felicidad; la plenitud y placidez que creemos merecer. Pero, ¿qué pasa con el presente? ¿Qué pasa con los momentos que están justo delante de nosotros? Se pierden. Ni siquiera los vemos. El continuo deseo de un futuro idealizado nubla nuestra percepción del aquí y el ahora, en el que la verdadera vida acontece.
Decía que es comprensible, incluso necesario para avanzar, que deseemos una vida que entendemos más justa, emocionante y/o satisfactoria. Todos tenemos sueños y aspiraciones, y son legítimas; sin embargo, cuando dejamos que esos deseos y sólo ellos dominen toda nuestra existencia corremos el riesgo de perder de vista lo que importa. ¿Qué? La vida, nuestra vida, que no nos va a esperar mientras nosotros nos dedicamos a perseguir sombras. El tiempo es irrecuperable. Y lo que vivimos o no vivimos en él, también.
La búsqueda perpetua de la felicidad imaginada, de un Shangri-La que un día soñamos y creímos ver, quién sabe dónde y quién sabe cuándo, lo que nos provoca, a la larga, es desdicha. Dolor por no ser capaces de ser felices. Tristeza por el tiempo perdido cuando nos damos cuenta de que este no volverá y que ese futuro imaginado nunca será exactamente como lo creímos (soñamos y creamos). Y no se trata de conformarse o cargar con la idea de que la vida, cuando te viene mal, debe ser así y sólo así. No se trata de renunciar a nuestros sueños. Podemos intentar cambiarla. Debemos hacerlo de hecho, pero sin perdernos en laberintos de realidades alternativas, falsas y artificiales.
Quizá en lugar de ofuscarnos con vivir otra vida, podríamos comprometernos a vivir la nuestra de la mejor manera posible. Después de todo, la vida que tanto deseamos podría estar justo delante de nosotros, ahí mismo, y no la vemos porque nos hemos obsesionado con llegar a toda costa al paraíso.
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