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Hoy, la crítica es la norma y cada acción, palabra o expresión -por nimia o insignificante que se nos antoje 'a priori'- es sometida a un escrutinio concienzudo y a menudo implacable; y siempre con un resultado negativo para el examinado. Desde un cartel de ... Semana Santa, hasta una canción para Eurovisión; desde la ruptura de pareja de una ministra, hasta el peinado de una cantante norteamericana de moda. Nada está exento del juicio público. Un juicio negativo, por supuesto, y destructivo en demasiadas ocasiones.
Sabemos, no se puede negar, que vivimos en un mundo centrado en la difusión instantánea de opiniones, sentires y reacciones. Lo que pienso ahora, lo digo ahora. No lo maduro ni lo reflexiono en exceso porque, en ese caso, oh, vaya, pasaría de moda. Todo es inmediato y urgente. Y qué triste suena en realidad todo esto, porque la opinión no debería ser un campo de batalla; un morir o matar. La vida ya es lo suficientemente difícil como para que nosotros, como individuos independientes y como grupo social, nos dediquemos a poner y ponernos piedras en el camino. Lo que antes podría haber sido una conversación constructiva, a día de hoy es un debate público sin miramientos en el que cada individuo es un luchador. Como en un juego de rol, pero con opiniones y personas reales sobre las que dictar sentencia. Y perder o ganar... ¿Quién gana? Es algo que todavía no tengo claro porque, ¿gana alguien en verdad? ¿Y qué gana más allá de una fugaz gloria que tan rápido como vino se va?
La continuada polarización política -donde nace gran parte del problema- ha ayudado a que se instale a nuestro alrededor una sensación pegajosa y general de que 'todo está mal'. Una emoción sistémica que junto a la sobreexposición colectiva a este singular fenómeno genera una suerte de efecto paralizante para una parte (nada desdeñable) de la sociedad. Personas que, ante las batallas que se generan por motivos tan triviales como una canción, un cartel, las relaciones amorosas de una cantante, la forma de vestir de un político, etc., a pesar de tener su propia opinión al respecto, callan. Siempre callan. Yo lo llamo la sociedad silenciosa. Aquella que, asustada de expresar libremente su criterio y correr entonces el riesgo de ser juzgada y condenada por sus opiniones o acciones (lapidada y hundida en según qué contextos y lugares virtuales y, por desgracia, también en algunos físicos y reales), guarda silencio. Este comportamiento no deja de ser autocensura que puede llevar, en última instancia, a una lenta pero incesante -como la gota que horada la piedra- pérdida de diversidad de pensamientos, lo que es muy peligroso, porque es la base de una sociedad democrática sana. Sociedad en la que la libertad de expresión y el intercambio de ideas deben ser valorados y protegidos; y no linchados.
Esta cultura de la crítica constante, por llamarla de algún modo, también tiene impacto en nuestra capacidad para relacionarnos. Fíjense. Miren a su alrededor. Podemos llegar a ver al otro como enemigo por pensar distinto (sólo pensar), en lugar de como un igual con sus propias perspectivas e ideas. Nos divide en tribus ideológicas, cada una de ellas más preocupada por defender su propia visión del mundo que por buscar un entendimiento común que nos ayude a todos.
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