Nos hemos vuelto esclavos del tiempo. Nos han convencido y hemos hecho nuestra la idea de que si aprendemos a gestionarlo, podremos tenerlo todo. ¿Qué? Éxito profesional, una vida personal plena, espacio para nosotros mismos y la tan deseada felicidad. Ya lo he comentado alguna ... vez en estas mismas páginas y lo repito: estamos obsesionados con la obtención de la felicidad; si bien, para ser sinceros, últimamente estamos obsesionados con muchas cosas y la felicidad sólo es una más.
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La idea de 'gobernar' el tiempo es seductora. ¿Cómo no lo va a ser? ¿Quién no quiere tener todo el tiempo del mundo y, a la vez, que ese mismo tiempo se transforme en un escueto suspiro cuando conviene? Tener todo y nada en un mismo segundo. Sería maravilloso. Por eso hemos inventado aplicaciones que organizan nuestro día, cursos que nos enseñan a aprovechar cada minuto y métodos infalibles para ser más eficientes. Creemos que repartimos el tiempo de la forma más adecuada posible, lo anotamos en agendas, hacemos listas de tareas e incluso escuchamos a expertos hablar de cómo debemos organizar el tiempo para tener tiempo, lo cual no deja de ser paradójico, ¿no les parece? Nos hemos encadenado a través de calendarios y rutinas que nos dejan muy poco margen para la verdadera libertad porque, ¿qué es el tiempo sino libertad? Al menos, lo debería ser; sin embargo, mientras esto ocurre, el tiempo, como si fuera granos de arena, se escurre entre nuestros dedos y olvidamos que, en realidad, esa arena es y está dentro de un reloj que, por duro que suene, es el reloj de nuestra vida.
Quizá el problema radica en cómo entendemos la libertad. Nos han enseñado que ser libres es tener el control absoluto sobre nuestras decisiones y nuestro tiempo, pero la libertad reside en entender que la vida es imperfecta y caótica; y eso no es algo que debamos corregir, sino algo que deberíamos aprender a disfrutar.
Nuestra obsesión por la autogestión nos quita cada vez más granos de arena del reloj vital. Los perdemos organizando un tiempo muchas veces imaginario que en verdad sólo decora nuestra jaula. Así, creemos que pasamos de vivir demasiado deprisa y en un constante caos, a hacerlo de una manera organizada y más eficiente, pero es una ilusión. La jaula y la pérdida de granos es similar –o la misma– porque el tiempo gestionado al extremo pierde su fluidez y se convierte en un bien mercantilizado, por lo que, en lugar de vivirlo, lo consumimos.
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No se trata de demonizar la planificación, pues es evidente que necesitamos cierto orden para que nuestras vidas funcionen, pero hay una línea muy fina entre gestionar el tiempo y vivir esclavizados por él. La primera implica usarlo de forma consciente, dándole valor a cada momento; la segunda, me temo, nos convierte en autómatas que pasan de una tarea a otra de forma mecánica, más preocupados por completar la lista del día que por disfrutar de lo que hacemos.
De esta suerte, olvidamos una verdad que nos gustaría desconocer, pero que está ahí, siempre está, nos guste o no, y que es inevitable: el tiempo es finito. Ese reloj que tratamos de manejar con tanto empeño avanza sin detenerse y cada día marca un ciclo que jamás volverá. Organizarlo al extremo y obsesionarse con su gestión no lo detiene ni alarga. Lo que sí hace es quitarnos la posibilidad de usarlo a capricho. Esto es, libremente. Perderlo a sabiendas sin sentimiento alguno de culpa por no usarlo para algo 'productivo' y, también, sentir que lo hemos ganado cuando hemos hecho algo que nos ha llenado de verdad.
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El tiempo no necesita ser gestionado de manera tan rígida, por lo que mientras nos empeñamos en ajustar calendarios y tachar tareas de listas eternas, tal vez valga la pena pararnos un instante, dejar estar las cosas y que la arena de nuestro reloj caiga sin más, pues el tiempo necesita ser vivido, sólo vivido; y es que, al final, cuando echemos la vista atrás, creo que no recordaremos los días que pasamos organizando nuestras agendas ni los momentos en que fuimos más productivos. Lo que recordaremos son los momentos que nos hicieron sentir vivos.
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