La ignorancia de los políticos sobre la vida cotidiana de aquellos a los que gobiernan y, cada dos por tres, piden el voto, es insultante. Luego se preguntan, cada vez que se celebran comicios –sean del tipo que sean–, entre el asombro, el desconcierto y ... la rabia, por qué los populismos triunfan y tienen cada vez más adeptos; por qué hay partidos en los extremos del pensamiento político que a pesar de no tener programa ni ideas, ni mucho menos soluciones, consiguen un apoyo creciente. La respuesta la tienen delante. El problema son ellos.

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Viven en otro mundo y en otro tiempo. ¿Por qué digo esto? Porque no saben lo que es vivir (sobrevivir) para la mayor parte de la población. No saben lo que cuesta un cuaderno o un bolígrafo. Tampoco una pechuga de pollo, del barato –no ecológico, de corral o similar– ni un filete, del barato también, de carne roja. Algo, la carne roja, digo, desechada de la mayoría de cestas de la compra y menús de este país salvo en fiestas señaladas (y con mucho esfuerzo). Tampoco lo que cuesta un café, un refresco o una cerveza. ¿Y la fruta? Por supuesto que no. Fresas, cerezas, ciruelas o albérchigos, como los llamamos en mi casa (albaricoques para los demás), quedan fuera de su rango de conocimiento. ¿A cuánto el kilo? Ni idea. ¿De dónde son? A saber. ¿Y sus calibres? Ah, ¿pero tienen calibre? Sí, aunque no sean armas.

La mayoría de ellos desconocen lo que cuesta dar, por ejemplo, clases de música. Apuntarse a lectura musical o aprender a tocar un instrumento. ¿Y el instrumento? De eso tampoco saben. Lo que cuesta una clase de apoyo de matemáticas, filosofía o lengua. Lo que valen los libros de texto. No me refiero a las grandes cifras macroeconómicas de informes y dosieres, sino al libro físico palpable y real de, pongamos, 'La ética protestante y el espíritu del capitalismo' (Max Weber), que aún hoy se estudia en las universidades.

¿Y qué me dicen del transporte público? Ah, ese bus o metro lleno de gente recién duchada, bien oliente y con cara sonriente, feliz de ir a trabajar y/o estudiar cuando el sol todavía no ha salido. Juntos, bien juntos, hombro con hombro, por precios cada vez menos módicos. No creo que nuestros políticos sepan lo que cuesta un billete de tren o de autobús más allá de las ofertas que lanzan, como argumento o como arma, los unos y los otros.

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Estos son algunos ejemplos, pero hay más. ¿Cuánto cuesta un disco? ¿Y un lápiz? ¿Cuánto ir al cine? Sin palomitas, tampoco es cuestión de ostentar. ¿Y una corona de flores para un funeral? ¿Un chándal? Sé que la palabra chándal parece antigua, pero antiguo se me antoja que, a estas alturas, debamos decirles a aquellos que se suponen preparados para gobernarnos por qué los populismos triunfan. Y es que estos desconocimientos reflejan no solo una vida de privilegio, sino una falta de empatía y comprensión sobre las prioridades de la clase media y trabajadora, así como de las limitaciones financieras de los ciudadanos a los que el asunto de la amnistía, la bandera, los militares, la mujer de uno y el novio de la otra, el informe tal o cual, por lo común, les da bastante igual porque bastante tienen con sobrevivir. Sí, sobrevivir. ¿A cuánto la pescadilla?

Esto genera un profundo enfado. El ciudadano no se siente representado ni atendido, lo que lleva al voto de castigo, la abstención masiva o, cada vez más, al apoyo a partidos populistas. Movimientos simplistas, con soluciones irreales y dirigentes limitados, pero que hablan –esta es la clave– de lo que a la gente le importa y que los políticos tradicionales ignoran o minimizan. Y aunque lo que digan sea engañoso, mentira, la percepción de que alguien en el poder entiende y se preocupa por la vida real es poderosamente atractiva para quienes se sienten olvidados. Y esto, el olvido, ¿cuánto cuesta?

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