Esto que hoy les cuento, a muchas mujeres les sonará. Les será tan conocido que estoy segura de que, tras leer el artículo, doblarán el periódico varias veces y lo apartarán a un lado. Lo mirarán de soslayo, lo volverán a coger, leerán de nuevo ... mis palabras y suspirarán. Algo se les revolverá por dentro y otra vez apartarán el papel como si así, con ese gesto, pudieran arrinconar algo más que las frases aquí escritas.
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Esto que hoy les cuento trata del no; del mal amor y peor querer; del acoso y de la caza, pero de una en la que la pieza somos nosotras. Es un acoso del que tal vez no se habla lo suficiente porque es muy sutil. Tanto, que al principio ni se ve como tal. Todo empieza con un encuentro en apariencia inocente. Un café, una comida, una reunión, una charla informal o de trabajo, todo sirve, y entonces, de repente, ocurre. Así, sin más, sin decir agua va, te 'declaran' su amor y deseo. Tú, avergonzada —¿por qué nos avergonzamos? Nos abochornamos como si nosotras fuéramos las culpables. Ay, la culpa. Enseguida hablamos de la culpa—, haces saber rápidamente al 'enamorado' que no estás interesada. «De acuerdo», escuchas, y parece que se conforma, pero, ojo, esa fingida voluntad sólo dura un momento. En cuanto puede, vuelve a intentarlo. Siempre con la misma táctica: un café, otra comida y una copa más. «Sólo para hablar», te dice, como si su hablar e incluso su querer tocar lo que no tiene derecho a tocar –dedos aleteando a tu alrededor como polillas negras— no fueran parte del problema.
Insistencia que se vuelve agobiante y que disfrazada de una falsa pretensión de amistad –pues amor ya has dejado claro que no puede ser— se convierte en acoso. Como la pertinaz gota de agua que horada la piedra. Acoso que es primero desconcierto; luego, silencio; después, tristeza; finalmente, culpa. Llegamos, sí, a la culpa. Aunque no la tengas. ¿Cómo la vas a tener? Culpa. Siempre está presente y es más pesada que la cruz del condenado.
Te dice que entiende tu postura, pero vuelve a la carga buscando una segunda, tercera o cuarta oportunidad, si no más. No es amor. Ni siquiera es interés genuino. Es una invasión, pues siempre encuentra una manera de reaparecer, de presionarte con sutileza, pero con una tenacidad que se vuelve agotadora. La estrategia es clara: desgastarte hasta que llegue un momento en el que al final cedas y tu no se transforme. Quiere más de ti y, al no obtener lo que busca, recurre a tácticas pasivo-agresivas para seguir en tu vida. Móvil, mensajes de audio, redes sociales, correos… Así, como decía, la presión se convierte en acoso. Se vuelve una presencia constante, pero no explícita. No es el acoso visible y directo que te podría asustar; es decir, no te espera a la salida de tu trabajo o se hace el encontradizo por tu barrio, pero está porque ha invadido, sin que tú apenas te hayas dado cuenta, tu mente, tu pensamiento. Es una invasión emocional que no te deja tranquila. No es violento, pero su insistencia es desagradable.
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Es un mal querer porque no entiende que el amor y el deseo –o cualquier otra forma de relación– no puede existir si no es mutua. Si no es consentida. Recíproca.
Lo que más agota de este tipo de insistencia es que rara vez se reconoce como acoso. No se cuenta ni se explica por encima siquiera porque, ¿para qué? La mayoría de gente pensaría que es sólo un tipo pesado, un tipo insolente, pero nada más. Que si lo ignoras, tarde o temprano se cansará, aunque la que está de verdad cansada eres tú. Se percibe como una simple molestia; sin embargo, su presión, ese no aceptar la realidad, es ciertamente una cacería emocional. Ese mal querer, que malquiere, no es el de la violencia física ni el de las amenazas directas y claras, pero es igual de dañino porque quien lo sufre lo siente con tanta intensidad que le duele hasta el espíritu.
Ahora, doblen el periódico un par de veces, apártenlo a un lado y miren a su alrededor.
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