Los recuerdos son más que simples imágenes guardadas en nuestra mente. Más que un carrusel de instantáneas o un tiovivo de experiencias. Sientan los cimientos sobre los que construimos nuestra identidad y nuestra historia personal. Al recordar y revivir eventos pasados, reafirmamos, en cierto modo, ... un origen, un principio. Algo así como el comienzo de una historia: nuestra historia. Los recuerdos nos conectan con vivencias pasadas, lo que moldea la percepción que tenemos del mundo e influye en nuestra toma de decisiones en el presente. Además, juegan un papel cardinal en la manera en la que nos relacionamos con los demás y en el significado que le damos a la vida. A la propia y a la de los otros.

Publicidad

Cada recuerdo, ya sea pequeño o grande y tenga más o menos trascendencia en nuestra memoria, dibuja o traza –cómo nos gusta a los escritores la palabra trazar– la narrativa de nuestro yo. Y sé que la idea del yo es un concepto complejo que abarca tanto la identidad personal como la conciencia individual y la interacción con el entorno, pero esos fragmentos del pasado le pertenecen. Son parte de un yo, en este caso anterior, que nos proporciona la información necesaria para comprender nuestra evolución hasta el presente, hasta el hoy. Recordar experiencias, tanto alegres como dolorosas, nos permite valorar de una manera más objetiva –a pesar de la tendenciosa subjetividad de la memoria– en qué tipo de personas nos hemos convertido y si podemos, de algún modo, mejorar. ¿Es posible?

No todo en el pasado tiene que gustarnos ni debemos idealizarlo, claro, pues seguro que habitan en él momentos que quisiéramos no haber vivido, pero son a este tenor igual de significativos, ya que intervienen en el camino que escogemos, acertado o no. Buenas, malas o regulares, todas esas evocaciones sostienen decisiones, nos ayudan a respirar y a cuestionar el hoy y el mañana.

El ayer, sí, lo sé, no hay que obsesionarse con él, desde luego, o acabaríamos como esos nostálgicos que no saben vivir más que en un tiempo apagado. En realidad muerto. Marchito. De hecho, si uno se para un segundo a pensarlo y observa con calma esas mustias almas, se da cuenta de que marchito es una buena definición o, tal vez, muertos, aunque sea sólo por dentro.

Publicidad

Decía que no hay que obsesionarse con el ayer, pero es importante valorarlo en su justa medida para intentar vivir mejor el hoy y saber enfrentar el mañana; si bien, el mañana, debo admitir, es tan incierto y voluble, tan inseguro, que, temo, con el hoy nos vamos a tener que conformar. Ayer y hoy.

Los recuerdos, por tanto, forman el yo pasado, el yo presente y el yo futuro; y también forman el nosotros. Y es que la identidad, tanto individual como colectiva, no deja de ser un baturrillo de nuestros distintos tipos de yo porque los momentos vividos, logros y fracasos, aventuras y desafíos, etc. configuran el paisaje de nuestra psique. Sin ellos, careceríamos de profundidad.

Este contenido es exclusivo para suscriptores

3 meses por solo 1€/mes

Publicidad