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En este día siempre me acuerdo de mi abuela materna. No lo celebraba porque pensaba que no era para ella. No trabajaba fuera de casa; no trabajaba, decía, pero crio a seis hijas y sacó adelante un caserío, con su huerta, campos, vacas, conejos y ... avellanos, y un jardín impresionante lleno de dalias. Un día les hablaré de las flores de mi infancia. Allí, en la cuadras del caserío de mi abuela, vi la primera máquina 'casera' para ordeñar y aprendí a usarla. Ella, junto con mi padre, me enseñó. Se quedó viuda joven, mi abuelo murió con 58 años, y mis tías y mi madre tuvieron que, además de llevar sus propias familias y trabajar –ya, sí, fuera del hogar–, ayudarla en lo que necesitase. Se sacaron el carné de conducir, a finales de los 80, para tener autonomía y poder ir y venir al caserío, y llevarnos a nosotros, sus hijos, donde hiciera falta sin necesidad de esperar a que otros pudieran hacerlo o recurrir a costosos taxis.
Mi abuela no trabajaba, pero en su cocina, junto a la lumbre, escribí mi primer poema –un soneto—, con ella cerca, dándome ideas y diciéndome aquello de «tú estudia, hija, para ser alguien en la vida. Estudia para llegar lejos. Estudia mucho». Yo la escuchaba y asentía, mientras la veía hacer las mejores croquetas del mundo, porque no trabajaba, pero cocinaba para todos. Hijas, yernos, nietos y algún invitado sorpresa. Nunca he probado unas croquetas como aquellas, y nunca he conseguido hacerlas igual. Creo que la magia estaba en sus manos y en una sabiduría que no se obtiene en la escuela, pues su paso por ella fue errático, debido a la guerra, su exilio forzoso en Bélgica, siendo apenas una niña, y su regreso a una España desabrida y con pocas ganas de hacer que las mujeres prosperasen más allá de los fogones.
Los domingos, cuando nos juntábamos casi toda la familia en el caserío para comer, podíamos ser veinte personas o más, ella nos recibía con una sonrisa, la casa limpia, el ganado atendido, la comida casi preparada a falta de los últimos pasos –salvo si era un asado, porque entonces eran los hombres los que se ocupaban– y todo preparado, bien dentro o bien fuera, para comer. Y es que cuando hacía bueno esas comidas se hacían bajo la sombra de una hermosa higuera.
En esos días de mi infancia y primera juventud, me caí muchas veces de los columpios que improvisábamos en los árboles de la finca, en las carreras por las ruinas de un caserío cercano, en el que teníamos prohibido entrar, o en la siempre divertida captura de grillos –algo en lo que yo era una experta–, y mi abuela me curaba las heridas. Todas las heridas, incluso las que no se ven y empezaban a salir con el cambio del cuerpo y el abandono definitivo de esa niñez que siempre olerá a fuego, croquetas y mercromina.
Mi abuela no trabajaba, pero era una de las mujeres más trabajadoras que yo he conocido. Una mujer pequeña y delgada, poca cosa en apariencia, pero fuerte y tenaz. Ella, junto con mi madre y mis tías, son para mí el ejemplo de mujeres que, a pesar de enfrentarse a obstáculos y roles tradicionales de género, han logrado avanzar. Subestimadas en ocasiones por su papel en el hogar y en la crianza de los hijos, han sido verdaderas heroínas de la vida cotidiana y pilares fundamentales en la construcción de un día tan importante como el de hoy. Su trabajo invisible y no remunerado ha levantado esta sociedad, y su valentía y determinación nos hacen continuar la lucha por un mundo más justo e igualitario para todas nosotras.
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