No deja de resultar llamativo, y al mismo tiempo revelador, que en un mundo tan obsesionado con la perfección, la mediocridad florezca cada vez con más fuerza y persistencia. Como las nieblas que se ciernen silenciosas sobre una ciudad dormida, no lo ha hecho a ... través de un asalto repentino, sino más bien como una marea, una corriente que avanza con la sutileza de una melodía apenas perceptible. Como un susurro, se ha filtrado a través de las grietas de una sociedad abrumada, centrada sólo en sí misma, y se ha establecido con comodidad en su seno.
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Todos anhelan -¿anhelamos, tal vez?- los laureles y la gloria, y la mediocridad se viste de gris y busca refugio en lo común para transformar el ansiado triunfo en el suyo propio. Así, la reina de la insuficiencia desdibuja las líneas que alguna vez delimitaron la excelencia. Nos encontramos entonces en un universo donde lo ramplón se mezcla y confunde con la genialidad. Sin medida y sin sonrojo. Es como si las estrellas hubieran decidido renunciar a su brillo para conformarse con una luz pobre y alicaída.
Somos y vivimos en una homogeneidad que cohíbe. Saturada, persigue la misma cima y descuida los maravillosos destellos, emocionantes también, que producen la creación propia y las ideas originales. Esas que mueven el mundo. Las que lo hacen crecer y avanzar. Mejorar. Las que nos hacen a nosotros, como individuos, más allá de formar parte de un cuerpo social, felices; simplemente felices porque una idea brillante no tiene por qué ser especial para todos, pero sí lo será para aquel que la gesta. Única. Viva. Una elección consciente para desviarse del camino más transitado; de aquel que carece, en general, de alguna sugestión o, al menos, de cierta inquietud. De ese camino pisado por tantos que ya no tiene ni forma definida.
En este éxodo de la originalidad, dominan las fórmulas predecibles y la aceptación generalizada del promedio. Es decir, copias. Clones de ideas, portadas, acordes, textos, ilustraciones, imágenes... Pongan lo que quieran en los puntos suspensivos. Clones de personas y pensamientos; de corrientes que han abandonado cualquier anhelo de un conocimiento y curiosidad que vaya más lejos de la inmediatez. Del ahora. Del yo. Del mí. Espejo deformado de la realidad que fomenta la simpleza y, sin que algunos lo perciban siquiera, la puerilidad. Imitaciones y reproducciones. Calcos hasta de personas.
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No obstante, en este paisaje que se nos dibuja, en este horizonte crepuscular que abraza la mediocridad como un feroz amante, indiferente al exterior -solo centrado en ese ardor que lo consume-, quedan algunos fuegos bravíos en busca de algo más. Llamas que todavía brillan en ciertos corazones que desafían la complacencia y rechazan aceptar esa mentalidad, esa forma de actuar, como único desenlace del camino. Como final del viaje. Como un destino inevitable. ¿Inexorable? He de reconocer que no me gusta mucho esta palabra, está muy manida y mal usada, pero, tal vez, aquí, en estas líneas, sí corresponda. Destino inexorable entonces.
Es un acto de resistencia al que me adhiero. Una declaración y no sólo de intenciones. Un paso importante. Una elección necesaria. Una expresión de apoyo hacia aquello que es genuino y verdadero. Quizá también es un sueño, por qué no, que alimenta la esperanza, mi esperanza, de que la brillantez puede despuntar hasta en los tiempos más grises y mezquinos, ya que la autenticidad es esa llama capaz de alumbrar incluso los rincones más oscuros.
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