Qué sería de nosotros sin los errores? ¿Sin las caídas, las equivocaciones o las malas decisiones? Solemos pensar que los errores son algo terrible que estamos obligados a evitar a toda costa, pero, si les soy sincera, yo no lo veo de tal modo porque ... los errores, a su manera, son como las estaciones. Es decir, se suceden uno tras otro y marcan de esta suerte un ritmo que, aunque en el momento no siempre lo entendamos, nos lleva a algún lugar que tal vez no era el que creíamos, pero al que, acaso, teníamos que llegar.
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Sin los errores, ¿qué daría forma a nuestra vida? Pienso que son esos tropiezos los que a su manera moldean nuestro destino. Nos equivocamos, por ejemplo, al elegir una carrera y terminamos descubriendo una pasión que ni siquiera sabíamos que teníamos. Elegimos un camino, nos confundimos, retrocedemos y, en esa confusión, encontramos lugares que nunca habríamos visitado si todo hubiera salido como planeamos. ¿Quién no ha cometido un error que, con el tiempo, ha resultado ser un regalo?
La perfección, si es que existe, se me antoja como un destino vacío. Un sino que, aunque cómodo, no nos ofrecería nada más que rutina y previsibilidad; y la rutina y la previsibilidad, me temo, no siempre son buenas por mucha seguridad que en apariencia nos proporcionen. Por eso, a veces, los errores son necesarios puesto que nos sacuden y nos obligan a mirar más allá de lo que conocemos. Levantar la vista y otear un horizonte por completo desconocido. Nos confunden, es cierto, y hasta nos rompen; si bien, creo que también nos enseñan que somos capaces de reconstruirnos.
Es curioso cómo, con frecuencia, subestimamos la importancia de errar. Nos han enseñado desde pequeños que los errores son algo a corregir e incluso a esconder cuando estos se repiten; sin embargo, ¿qué ocurre cuando empezamos a verlos como parte esencial del proceso de vivir? Ah, entonces la vida cambia y nosotros con ella porque entendemos que los errores no son el fin del camino, sino escalones. Sin ellos, nunca llegaríamos a cumplir muchos de nuestros sueños. Piénsenlo, ¿cuántas de las cosas que valoran hoy surgieron de un error? Una equivocación en un desvío en la autopista que les llevó a descubrir un paisaje inesperado o una conversación que no salió como planeaban, pero que terminó revelando verdades que necesitaban escuchar.
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Un ejemplo muy didáctico que seguro que les gusta y que sirve muy bien para explicar este asunto es el del tiramisú, que fue un error. A Roberto Linguanotto, un cocinero recién llegado al restaurante Le Beccherie de Treviso, en Véneto (Italia), mientras preparaba un helado de vainilla, se le cayó sin querer una cucharada de mascarpone en la mezcla de azúcar y yemas de huevo. Una mezcla que si se juntaba con, por ejemplo, bizcochos borrachos de café, daban como resultado… Mmmm. Uno de los postres más famosos del mundo y más ricos. Todas las navidades hago uno –a mi manera, como Sinatra– que está (aquí iría un suspiro) delicioso.
Equivocarse es, ya lo ven, vivir. Solo vivir. Nos caemos, nos levantamos, tropezamos otra vez y, con cada tropiezo, nos acercamos un poco más a quienes estamos destinados a ser. No seríamos quienes somos sin los errores cometidos ni llegaríamos a ser lo que algún día seremos si no seguimos equivocándonos.
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El destino, sea cual sea al final, es como una gran tela de araña que se va construyendo con cada decisión, con cada paso en falso y con cada camino que tomamos, aunque después nos demos cuenta de que no era el correcto. Tela de araña… Miren que me había prometido a mí misma no utilizar este símil por estar muy manido, pero encaja tan bien... No he podido evitarlo, aunque he de admitir que hubiera sido peor si hubiera escrito «el gran telar de nuestra vida». Esa metáfora sí que está manoseada. En fin, que, tal vez, y eso es lo más hermoso de todo, nuestro destino no está en llegar a un lugar perfecto, sino en la construcción de nuestra tela de araña. En todo los desvíos, fracasos, lecciones y errores que cometemos en el camino.
Andemos pues, ¿no les parece?, y equivoquémonos.
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