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La corrupción en nuestro país tiene algo de pedestre y mísero, a pesar del dinero que suele estar en juego, no poco precisamente, y que, por norma, es así, los ciudadanos nunca recuperamos. Una corruptela que parece sacada de una película de mala calidad y ... bajo presupuesto protagonizada por maleantes de medio pelo. No hay cierta, no sé, llámenlo clase si quieren. Clase y buen latrocinio que quedarían reflejados en los audios filtrados, las reuniones clandestinas o los informes que circulan de mano en mano. Muy al contrario, todo exuda cutrez. Tanta que pareciera que se negocia sí o sí en cuartos oscuros, rodeados de luces de neón parpadeantes, en algún bar de mala muerte al que le faltan cualesquiera letras del cartel exterior, pero que a todos, eso, da igual.
Ambiente asfixiante, sudor, calor, brillos de otros tiempos y mugre pegada en los sillones de polipiel y en los cristales turbios y arañados de las paredes. Esos que suelen tener un dibujo añadido, parejo al del mármol, pero en dorado. Y aunque las tramas, los personajes implicados y las cifras, favores y bailes cambien, la esencia parece ser la misma: cutrerío. ¿Acaso, con lo que unos cobran y otros cogen 'prestado' de todas nuestras huchas, las que sean, no pueden hacerlo mejor?
La corrupción en España, por lo menos la que se acaba viendo, es vulgar y chapucera. No tiene ni ingenio ni astucia y podemos olvidarnos, por supuesto, de delincuentes sofisticados. Esos que quedarían en lugares sin brillos dorados y sin sudor. Hoteles de lujo, sillones con buena tapicería y el sol entrando por la ventana de un piso alto. Igual he visto demasiado cine negro y he leído demasiadas novelas al respecto; y seguro, no soy una ingenua, que este tipo de malhechores relamidos, bien peinados y con traje a medida existen, claro que sí, pero lo que nosotros vemos no es eso. Vemos al típico cicatero de pueblo que se cree más listo que nadie, agarrado a pesar del cargo y lo que cobra, y mísero con aquellos que le rodean. De ahí que, al final, acabemos conociendo sus andanzas. Si eres un roñoso, tus compinches te delatarán. Además, deberían tener más en cuenta con quién se juntan. Tal y como sean aquellos con los que hagas negocios, así saldrán estos.
Con el paso de los años pensé que las escenas que rodean los casos de corrupción nos dejarían una estampa diferente a la vivida en los 80 y 90, pero me equivoqué. Parecen no haber cambiado. Hemos pasado de sobres cerrados en mesas llenas de copas, coches negros aparcados a la luz de la única farola que funciona en el garito –normalmente al lado de los contendores que sólo se vacían una vez al mes, y con suerte–, salas llenas de humo y risas nerviosas entre golpes de pecho, a lo mismo pero, quizá, sin humo.
Tal vez, lo reconozco, me estoy dejando llevar por la escritora que llevo dentro, pero todo este asunto de los audios del soberano 'exiliado' y la vedete, o los distintos gatuperios políticos que no dejan de salir, me genera una imagen decadente, de submundo que, lejos de estar habitado por genios del crimen, está lleno de oportunistas y embaucadores. Una corrupción nada brillante ni sofisticada, sino torpe y sucia resultado de la avaricia más básica y la codicia más rancia.
Los audios son, cómo definirlo con exactitud, el gran clásico de esta trama descuidada y de mala calidad. Siempre hay fotos granuladas y audios. Voces que hablan, confiadas de su impunidad, sobre este o aquel tema, sobre este o aquel dinero, sobre esta o aquella persona y que –me van a perdonar los amantes de las películas de serie B (entre los que me encuentro)– se me antojan escenas malas sacadas de una cinta de estas características en la que los villanos, lejos de planear los golpes con una estrategia elaborada, improvisan cada paso.
La corrupción en nuestro país, como les decía al inicio, tiene aire de calor pegajoso y sudor que se acumula en la nuca. No importa si estamos en el siglo XX o en el XXI, no cambia. Brillos de otros tiempos y mugre pegada en los sillones.
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