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Ayer, a las 22.51 horas, comenzó el verano y aunque no es mi estación favorita, debo admitir que siempre me despierta un cosquilleo especial, sobre todo por las tardes, cuando el sol se pone y la alborada domina el cielo. Esa sensación va acompañada ... de una luz única que ilumina no solo los días presentes, también los recuerdos. Es de ahí de donde surge el cosquilleo. Lo sé. Una luz que nos conecta, como si pudiéramos viajar en el tiempo, con nuestra infancia y con esos veranos, seguro que los recuerdan, que se nos antojaban infinitos.
Veranos que sabían diferente. ¿Acaso los estíos de la infancia tenían un gusto especial? Quizá no; puede que esto sólo sea producto de la nostalgia, la edad y el perpetuo paso del tiempo, pero, al cerrar los ojos y evocarlos, creo percibirlo en puridad. Sabor a libertad; a días interminables entre juegos, risas y aventuras. ¿Cuántas aventuras puede esconder un solo verano? Tantas como días. Tantas como noches. Tantas como amigos. Tantas como helados, ensaladillas rusas, bocadillos de chocolate y estrellas. ¿Recuerdan las estrellas? Ahora ya no se ven igual, salvo en el campo. El caos que nos rodea es, en ocasiones, demasiado abrumador y eclipsa su luz. La de las estrellas, pero también la nuestra.
Además del sabor, si mantengo los ojos cerrados –prueben a hacerlo conmigo–, aún puedo olerlos. Aroma a crema solar, colonia infantil por las mañanas, cerezas gordas recién cogidas de los árboles y sandía al mediodía. O melón. Me encanta el melón. También huelo el río, su frescor, el bosque y los campos, sus flores.
Gusto y olfato, ¿y qué me dicen del sentido del oído? ¿Es posible, de igual modo, al abrir el baúl de nuestros veranos pasados, revivir sus sonidos? Creo que sí, porque cada uno de ellos tenía su propia banda sonora. Desde el canto de los grillos al crujido de los guijarros bajo las zapatillas mojadas; desde la canción de los autos de choque a la que acompañó un primer deseo de amor; desde el murmullo del viento entre los árboles hasta el batir de las olas en los días de tormenta. Cómo me gustaban esos días. Hoy también. Tormentas que olían y huelen a flores, hierba y tierra.
Al crecer, los veranos cambiaron, es inevitable, como lo hicimos nosotros y nuestro caminar. Llegaron así –pueden suspirar si les apetece– las primeras experiencias amorosas. Qué bonitas se recuerdan, aunque quizá sólo fueran ilusiones e incluso pasiones no correspondidas. También disfrutamos de viajes con amigos y noches de celebración que incluían, bajo la luz de la luna, más de una conversación importante acerca de un futuro que, en aquellos días, desconocíamos por completo, pero que sentíamos nuestro por entero.
Hoy, el verano tendrá un sabor distinto, olerá diferente y tendrá otra melodía, pero marcará, al igual que ayer, un capítulo nuevo en nuestras vidas. Recuérdenlo cada vez que vean a esos grupos de jóvenes, aún inexpertos, torpes –que piensan que todo lo saben y que nada necesitan aprender–, de paseo por las calles y plazas, por los arenales y las fiestas. Cuando les vean darse sus primeros besos, brindar con sus primeras cervezas y reírse del futuro. Recuérdense y no olviden que no hay nada más poderoso que la arrogancia de la juventud; la segura sensación de eternidad propia de la mocedad que es, de alguna manera, como una estrella del rock. Dispuesta a no envejecer nunca. Dispuesta a darlo todo. Dispuesta a hacer que cada verano sea excepcional y los días no solo florezcan únicos, sino también inmortales.
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