Por lo visto veranea en Altea. No es lógico. Nos considera decadentes y, sin embargo, en Alicante encuentra su paraíso, lo mismo que 33.000 de sus paisanos y muchos más veraneantes. Para atender sus necesidades espirituales levantaron un templo ortodoxo, escasamente frecuentado, ya sea ... porque las satisfacen de otra manera o porque está construido en un descampado, entre la carretera que sube del puerto Campomanes y la que va de Calpe a Altea. Mas parece que la iglesia, consagrada a San Miguel, el jefe de los ejércitos celestiales, es una manera de mostrar que estamos en un asentamiento ruso. Que tiene dos barrios: el alto, la poderosa Altea Hills, y el bajo, la partida de Mascarat. Supongo que como lo controlan estará libre de la amenaza nuclear. Con la que desacreditan a su país, que cuando manifiesta su rechazo a la cruzada recibe la del pulpo. Un buen autócrata no pregunta al pueblo, lo interpreta. Putin lleva veintidós años haciéndolo y aspira a alcanzar los 36.

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En los primeros dio esperanza a una nación devastada, en la que la decisión era acelerar el desmantelamiento del estado previo o la guerra civil. Aunque se optó por lo primero, la mayoría sufrió lo indecible. Entre el caos y la hiperinflación emergían la violencia y la escasez, y nuevos horizontes para pocos. El pueblo ruso lo soportó pacientemente y logró atravesar el mar de la transición. A puerto llegó exhausto. En el nuevo mundo padeció la incertidumbre de lo desconocido y anheló la seguridad que Putin le prometía. El fue escogido para poner orden en el segundo ciclo de la transición. No le tembló la mano en el empeño. Rodeado de sus fieles, algo más que derrelictos del mundo antiguo y jóvenes emergentes, se hizo el don moderno que a todos unificó con una peculiar imagen e incompresible sentido del humor.

No trató tanto de modernizar al país como de llevarlo a la primera división global. Ahora, en la tercera fase, está en ello; aunque su potencia económica sea similar a uno de los estados europeos medios. La consiguió optimizando su pilar energético para abastecer a parte de Europa. Con los réditos rearmó al Estado y empoderó a su propio clan, el que partió de San Petersburgo a comienzos de la década de 1990 y cuyo lema extendió a toda Rusia y más allá: controlar o destruir .

Algo pasó ahora para sentir que había oído la llamada del destino, quizás fue el covid, quizás la recrecida autonomía de un país soberano. En cualquier caso, llegó la hora para la que se había preparado. Ucrania, un país enorme, díscolo y sin mastín, fue rodeado y mordido. Unos dirán que como bocado incitadoramente colocado. Otros, que como irremediable destino. Relatos contrapuestos en el gran juego. Al final: sangre, fuego, devastación y éxodo. Si hemos de creer a Benjamin Franklin, el padre de la democracia americana, «nunca ha existido ni una buena guerra ni una mala paz». Esta agresión nos conmueve más, pues afecta a los vecinos de puerta que han sido violados en su casa por el padrino del barrio, que resplandece solitario atravesando las grandes puertas del Kremlin, esas que abren inmensas perspectivas palaciegas. Donde el respeto se muestra tan sólido como las piedras. Si falta Putin lo echa de menos. Por eso marca las distancias, sobre todo, con sus generales y oligarcas de mansiones de 18 millones de euros.

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Ellos le han dado una teoría para entender el mundo y hacer la guerra. Cuyos modos se han ampliado, desde los que utilizó el general Lebed, enviado a Tiraspol hace veinte años para acabar con el colega que, fuera de control, pretendía convertir un cuerpo de ejército ruso en las fuerzas armadas de la Republica del Transniester, para a continuación, de una tacada, destruir el ejercito de la República de Moldova. Ni Clemenza lo hubiera hecho mejor. Ahora el general que le acompaña al final de la mesa y porta el maletín nuclear se llama Valentín Gerasimov, y escribió un artículo en 2011 que dicen que revela la forma de hacer la guerra moderna, la que aplica las utilidades de la ciencia y crea un patrón de fases para hacerla, con tropas de veinteañeros de larga leva y misiles hipersónicos

Entre ambos hitos, otros como el asunto checheno y la serie de mortales atentados en toda Rusia, marcan el inicio del ciclo de mando de un hombre que parece construido con un propósito coherente sobre un fondo hermético. Lo que está claro es que Putin no reniega de la imagen de joven peleón criado en un destartalado patio de bloque, «un verdadero matón», confesó a sus biógrafos. Quizás esto explicará por qué elevará la apuesta antes de que nadie lo humille. La amenaza con la guerra nuclear, pudo ser un escalón en la secuencia programada antes de estabilizar la ventaja, pero fue un mensaje mandado por medio de una central vulnerable: o respeto o Nada. La línea que separa el respeto de la sumisión es tenue. Cruzarla trae la guerra. El mundo lo está viendo en Ucrania. Putin conoce bien las debilidades de Europa. Ha probado sus reacciones, las ha registrado y escucha a los amigos que ha hecho en sus vacaciones.

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Pero queda la cuestión de si un autócrata, ayudado por un algoritmo, puede comprender las fortalezas de la libertad, representadas en el amarillo sobre azul de la bandera ucraniana que, ondeando en el tremor de la batalla, también inspira a Moldavia y Georgia, que querrían seguirla, prudentemente, hasta la Unión Europea. Entre esto y dar una señal de respeto a Putin se horquilla la salida del conflicto. Vamos ver….

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