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La prensa y las redes sociales abundan estos días en la añoranza del veraneo. Veraneo y no verano. Porque el veraneo era mucho más que una estación: suponía una forma de vida alternativa, una suspensión de la normalidad que se alargaba durante dos meses y ... pico de días generosos en luz y, por lo general, sol y calor.
Una anormalidad marcada, primero, por el cambio de casa y su lejanía respecto a la habitual. Lejanía que podía ser relativa, aunque agigantada por las percepciones propias de la infancia y adolescencia. Segundo, no había móviles, ni internet ni, con frecuencia, más teléfono que el de una cabina compartida con todo el pueblo, que solo se usaba una o dos veces a la semana, para mantener un hilo de comunicación con cónyuges trabajando en la ciudad o novietes que veraneaban en otro pueblo. El aislamiento de los amigos de la escuela o del barrio era completo, y nada sabíamos de ellos hasta el comienzo del nuevo curso. Y, tercero, porque las normas se relajaban. No había obligaciones. Que en el caso de un crío consisten en ir al cole y estudiar. Los horarios se estiraban y, con frecuencia, las carencias en la casa del veraneo, tan parca en servicios como abundante en abuelas, tíos, hermanos y primos, imponían una relajación de la higiene; compensada, en parte, con baños de mar o de río. La ropa informal y la libertad de corretear por las calles y campos del pueblo, lejos del control parental, o eso creíamos, hacían el resto.
El resultado es que se perdía la noción del tiempo, del que solo daban cuenta las fiestas patronales, las primeras noches frescas y, desde luego, aquellos odiosos anuncios de 'vuelta al cole' que ya preludiaban el retorno a la rutina de obligaciones, disciplinas, prisas y días cortos, fríos y lluviosos.
Es posible que el recuerdo de la infancia, casi siempre grato, y el distorsionante paso del tiempo generen una memoria idealizada, más feliz de lo que en realidad fue. Entre otras cosas, porque el veraneo era cosa de una amplia minoría. Una encuesta de 1957 apuntaba que en aquella España que mutaba su piel, todavía mayormente agraria, sólo el 45% de los españoles salían de vacaciones. La mejora en las rentas de los hogares acrecentó esa proporción, de modo que en los años 80 eran ya algo más de la mitad los españoles que salían de casa en verano y, ya en 2021, alcanzaba a un 66%.
Pero esa democratización estival fue en paralelo de la transformación de las vacaciones al ritmo que marcan los cambios sociales. Aquellos veraneos eran posibles porque eran muchas las madres que no trabajaban fuera de casa. Y cargaban con la prole, tres hijos de promedio, esforzándose para organizar la logística de aquellas casas tan carentes de dotaciones como rebosantes de gente, compartiendo tareas con tías o abuelas, mientras los cabezas de familia quedaban produciendo en la ciudad, a la espera de poder unirse a la familia, inaugurando la mítica figura del 'Rodríguez'. Eran posibles, también, porque buena parte de los españoles recién urbanizados utilizaban el verano para mantener el vínculo con su pueblo de origen, al tiempo que disfrutaban del veraneo por poco dinero, pero alejados de la rutina y el calor de la ciudad. Otra versión, más sofisticada y pudiente, era de del apartamento en la costa, alquilado por los dos meses del verano, algo accesible a profesionales y pequeños empresarios antes de que España se 'hiperturistizara' e 'hiperinmobiliarizara'.
Estos artículos y comentarios nostálgicos tienden a proliferar en relación directamente proporcional al envejecimiento de la población en general y de los boomers -en España, 'generación de la EGB'- en particular, comparando aquella quietud del veraneo con la trepidante actividad actual, algo desarraigada, de su(s) retoño(s), que en dos meses cumplen con la semana campamental, con el viaje familiar de una semana a algún destino más o menos exótico -el hijo único facilita la logística- con los días de piscina comunitaria y, por supuesto, con semanas restantes al cuidado de los abuelos -quizá, sí, en un pueblo bonito donde tienen una casa-, mientras los padres, ambos, trabajan. Y, desde luego, siempre conectados, sin perder el hilo con sus amigos -apenas hay primos, hermanos y casi ni amigos con los que hacer pandilla- que comentan con desgana y cierto cinismo ese último campamento, el aburrimiento piscinero. O los calores y aglomeraciones que sufren en el viaje a la costa gallega o en el tour por los castillos del Loira o Nueva York.
Veranos trepidantes y fragmentados que, en formato estival, y dejando un poso de insatisfacción, siguen la lógica hiperactiva, productivista y consumista de la vida cotidiana, al tiempo que se narran en directo a las amistades, incluso urbi et orbe. Y lo que no se pueda consumir/producir en verano, se apura en 'escapadas' que aprovechan milimétricamente los puentes del Pilar, de la Purísima o la Navidad. Por eso, muchos padres se cuestionan si esas vacaciones frenéticas y desarraigadas, que se aprovechan para pasar supuesto 'tiempo de calidad' con los hijos, en vez servir, como sucedía antaño, para crear vivencias propias, dejarán el mismo poso de recuerdos dulces que nos traen nuestros veraneos a nosotros.
El caso es que el teletrabajo, esa oportunidad que, en España, siquiera como practica a tiempo parcial, estamos dejando que se escurra entre los dedos, puede abrir nuevas oportunidades al veraneo. Eso sí, veraneo 2.0: será a condición de disponer de una segunda vivienda, propia, cedida, compartida o alquilada, con buena conexión de datos. Es posible que aquellos veraneos de amplias minorías, pero conectados, regresen. Y que los críos, en pandillas más pequeñas que las de antaño, vuelvan a disfrutar de la suspensión del tiempo, de corretear por las playas, los praos, los ríos y las eras, creando sus propios recuerdos mientras sus padres, ambos 'Rodríguez' en versión semipresencial, producen y consumen en remoto entre baño de mar y baño de mar.
Tengo la impresión de que hay una creciente añoranza del mundo de ayer. Y que conceptos como la sostenibilidad o la escasez, pero también padres que desean que sus hijos tengan recuerdos de una infancia y adolescencia feliz, como la suya, podrían devolvernos, siquiera en parte, y con todas las cautelas y conectividades que ustedes quieran, a aquel mundo, seguramente idealizado, de nuestra infancia. También, es posible, y para una considerable minoría, al veraneo.
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