Hace nada que hablábamos de la posible inmortalidad. Habíamos descubierto los meollos bioquímicos de la vida, y en esto llegó el maldito coronavirus para recordarnos el sinsentido de pensar que los patógenos solo afectaban a los países en vías de desarrollo. Llegamos a creer que ... las sociedades opulentas podían vencer las enfermedades infecciosas con antibióticos y vacunas. Pensábamos que las investigaciones médicas y los sistemas sanitarios de los que nos habíamos dotado serían suficiente para acabar con millones de años de evolución biológica. Estábamos equivocados y manifestábamos una ingenuidad hilarante. No nos dimos cuenta, por enésima vez, de que olvidar nuestro pasado nos lleva siempre a repetir los mismos errores. Pero vayamos a las vacunas que se han anunciado como el remedio para salvarnos de la tragedia y hagamos algo de historia, tan importante en esta época de amnesia colectiva.

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En primer lugar, conviene recordar de dónde proviene el término 'vacuna'. La vacuna era una infección de las ubres de las vacas que, en ocasiones, se transmitía a las manos de los ordeñadores, a los que producía pústulas y fiebre. El médico Edward Jenner (1749-1823) en 1796 inoculó en el brazo a un niño de ocho años, James Phipps, pústulas de vacuna extraídas de la mano de una ganadera y posteriormente comprobó que el niño se hizo inmune a la vacuna y también a la viruela, por lo que dedujo que los agentes infecciosos de la vacuna y de la viruela debían de ser muy parecidos. La inoculación se hizo efectiva porque al administrar una pequeña dosis de virus por una vía que no era la natural de la infección -a través de la piel, en vez de por la vía aérea natural, que iba directamente a los pulmones- la enfermedad aparece más lentamente, y cuando se extiende por el cuerpo ya están preparados los anticuerpos y las células T inmunitarias para poder combatirla. Se había descubierto la vacuna. La campaña de vacunación se extendió rápidamente por el mundo occidental, pero los países en vías de desarrollo tuvieron dificultades para llevarla a cabo. Era difícil organizar la vacunación masiva de la población y el remedio era inestable a altas temperaturas, lo que provocó que la viruela no comenzara a eliminarse hasta 1966. Se dio por erradicada en 1980.

Supongamos que las vacunas contra el SARS-CoV-2 de las multinacionales farmacéuticas Pfizer, Moderna y otras, anunciadas a bombo y platillo y con euforia desorbitada, son efectivas. Ojalá sea así, pero todavía quedan por resolver muchas cuestiones. ¿Quiénes serán las cobayas a las que se inocule la vacuna para comprobar que realmente inmuniza? ¿Cuáles serán los efectos secundarios de vacunas hechas contra reloj? ¿Cómo se fabricarán, almacenarán y distribuirán a gran escala, si, según dicen, la de Pfizer solo se puede conservar a temperaturas muy frías, -80 grados? ¿Cuándo llegarán a todo el mundo? Parecen cuestiones menores, pero preocupantes.

En cualquier caso, ¿les parece normal la euforia desatada en las bolsas de todo el mundo? Han reaccionado como si el hecho de contar con las vacunas anunciadas, nos permitirá volver a las andadas, es decir, seguir con el consumo desorbitado, los viajes globales, seguir comerciando con productos venidos de la otra parte del mundo, granjas industriales de producción de carne, etcétera. No tomamos nota de lo que está pasando y de que el coronavirus ha puesto sobre el tapete lo mal que lo hemos hecho. No debemos seguir por el mismo camino de la especulación financiera.

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No me cabe duda de que los resultados de las investigaciones introducirán la racionalidad, exorcizarán los fantasmas, los enloquecimientos y la tragedia que la nueva irrupción de nuestra condición mortal a gran escala han hecho aparecer en el horizonte. Pero creo que poco habremos aprendido si tras esta pandemia no respondemos con acciones morales y valores, que nos permitan situarnos en el puesto que el ser humano ocupa en el cosmos. De igual modo, tenemos que volver a la Historia para conocer las respuestas que se dieron ante pandemias similares, los aciertos y fracasos. No debemos dejar que tras el coronavirus se instaure un orden totalitario, ahora vertebrado por las tecnologías de la información, o un hedonismo exacerbado, como ocurrió tras la pandemia de gripe de 1918, que dio lugar a los felices veinte, que nos llevarían al crack de 1929 y a los totalitarismos, que nos condujeron a la Segunda Guerra Mundial. La razón debe recuperar la iniciativa para oponernos con todas nuestras fuerzas a que la historia se repita. La salud pública no puede ser la excusa para implantar estados clínicos de orden totalitario. Tenemos que estar al quite, nos jugamos mucho en este desafío.

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