Quien se siente con derecho a destruir la casa de alguien no es raro que se sienta igualmente con derecho a destruir el mundo, porque en ese caso la escala no admite mucha graduación: entre una cosa y otra apenas hay distancia moral, precisamente por ... tratarse de un vacío moral. Vemos a diario cómo las tropas rusas destruyen ciudades ucranianas, y nuestros ojos se habitúan, con estupor e incredulidad, a ese proceso irracional de devastación, a esa escenografía de escombros y de estructuras metálicas retorcidas, a esos planos con cadáveres en escorzo, a esas secuencias de personas que huyen de su lugar en el mundo con un gesto que mezcla la fatalidad con el espanto.

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Una casa debería ser un lugar sagrado, al ser el espacio en que cada cual desarrolla su intimidad y su soledad, en que concibe sus espejismos y en que afronta sus adversidades. El espacio, en suma, en que todos nos sentimos refugiados de la realidad y a la vez integrados en ella. Una casa puede tener las ventanas abiertas de par en par o ser por el contrario, y a la vez, un baluarte: es nuestro sitio. La geopolítica no debería entrar allí sin nuestro consentimiento.

Nos pasamos años y años dando forma a nuestra casa, que acaba siendo un reflejo de nosotros. La llenamos de recuerdos, de baratijas que acaban siendo valiosas porque nos gustan, de muebles que aprenden a ser útiles, de sillones que aprenden a resultarnos confortables, de objetos que adquieren la condición de fetiches privados. Pero, de repente, en cuestión de segundos, todo eso puede saltar por los aires y desaparecer, convertido en ceniza y chatarra, por la decisión de un fantoche que ha decidido alimentar en su cabeza delirante un sueño imperial, una fantasía megapatriótica, sin tener en cuenta que la patria esencial de una persona está en su casa, de puertas para adentro, donde cada uno es el emperador de su insignificancia, sí, pero también el gobernante de sus ilusiones, que son las que nos engrandecen.

Vemos ciudades destruidas que son metáforas desoladoras de la barbarie por la barbarie, del sinsentido por el sinsentido, de la crueldad que se satisface a sí misma.

Alguien camina por una calle en la que antes bullía la vida y ahora es un páramo desolador, el decorado fantasmagórico de una pesadilla. Alguien se asoma al escaparate destruido de un negocio que alguien se afanó en decorar, mimando los detalles, y ahora es la ruina de un sueño. Alguien mira el vacío en que hasta hace poco había algo. Alguien vuelve a su casa y su casa no existe.

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