El turista alcohólico

Lawrence Osborne, antes de someterse a una cura de desintoxicación etílica, decidió recorrer el mundo para tomarse la última copa en varios países en los que hacerse con un trago era complicado, e incluso podía llegar a ser letal

Domingo, 28 de marzo 2021, 22:43

Los escritores tenemos fama de darle al frasco. No seré yo quien lo niegue, aunque unos más que otros, hay que subrayarlo. Hemingway y el daiquiri, Fitzgerald y el martini, Pessoa y la cazalla, Graham Greene y el whisky, Malcolm Lowry y el mezcal… En ... efecto, son diarquías innegables. El récord lo tiene Dylan Thomas, un enorme borracho, que un día de noviembre de 1953, en el hotel Chelsea, fue arrebatado por un delirium tremens después de una fiesta en la que se ventiló treinta cervezas seguidas, debido a una apuesta. Descanse en paz etílica.

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Yo estoy convencido de que el alcohol no te convierte en un gran escritor, tu talento ya es anterior, y si además eres un borrachón, eso computa aparte. Dicho esto, el alcohol, bien escogido y dosificado, es uno de los grandes placeres de la vida. Estimula los receptores de dopamina, una sustancia euforizante, liberadora y que agudiza los sentidos. Los egipcios y los griegos nos dieron la fermentación, y estos últimos consideraban a Dioniso una divinidad desconcertante y perturbadora. Por su parte, los químicos y alquimistas musulmanes nos regalaron la destilación, el al-kohl. «La cerveza y el vino se toman con amigos, pero los destilados son para quien bebe solo». La palabra 'bar' se utilizó por primera vez en 1592, en un drama de Robert Greene (otro que palmó de un atracón de vino renano), y los victorianos defienden que el primer bar como tal se abrió en el hotel Great Western, de Londres.

Todos estos datos nos los cuenta un gran borrachín, el escritor y crítico de vinos Lawrence Osborne, un nómada dionisíaco que, antes de someterse a una cura de desintoxicación etílica, decidió recorrer el mundo para tomarse la última copa en varios países en los que hacerse con un trago era complicado, e incluso podía llegar a ser letal. Entremedias, nos habla de su cultura, de su historia, de los diversos alcoholes, de cómo prepararlos, de los mejores locales para consumirlo urbi et orbi, y, cómo no, de la mejor manera de sobrellevar la resaca. El resultado es un libro delicioso, 'Beber o no beber. Una odisea etílica' (Gatopardo ediciones, 2020). En el mismo también nos cuenta que el vodka y el tabaco maridan bien, y que en Beirut visita la fantástica Heliópolis, un complejo religioso romano donde se entrevera Júpiter, Venus y Baco, cuyo templo erigido por Antonino Pío en el siglo II es el mayor santuario construido en honor al dios del vino. También en el Líbano se dedica a darnos clases magistrales sobre el arak («beberlo es como entrar en una iglesia»), rodeado por clérigos chiíes que, si tuvieran un mal día, podrían mandar que lo colgasen de un pino.

Uno de los temas metafísicos capitales es la preparación de un dry martini, remontándose incluso hasta las fuentes primigenias, el Trinity, una tríada de vermú dulce, vermú seco y ginebra, acompañada por una corteza de limón y angostura de naranja. Asimismo, en una fiesta en Abu Dabi se pilló tal castaña que casi se ahoga en la piscina, al tiempo que despertaba la admiración de los expatriados ingleses, ya que «los ingleses son muy indulgentes con los episodios de demencia alcohólica. Les parecen simpáticos, comprensibles, y una señal de que uno es un ser humano auténtico, por muy ilógicos que resulten esos episodios». Por contra, se masca la tragedia cuando explica cómo es la psicología del alcohólico, «la persona que bebe está enredada en sí misma y es incapaz de desenmarañar los hilos que se han cerrado a su alrededor». En Dubai, entre cóctel y cóctel, analiza una sociedad en la que se mezclan hindúes, tamiles, pakistaníes, libaneses, chinos, mongoles, egipcios, «un lugar sombrío, interesante, atrevido, falso, pero nunca aburrido». En Omán se dedica a tomar vodka con tónica y a disertar sobre la 'pequeña agua' y si es mejor el vodka de grano o de patata (recomienda el Karlsson's Gold sueco, de patata).

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En Islamabad visita las ruinas de Gandhara y un monasterio budista que recibió el patrocinio de Alejandro Magno. Sus reyes griegos acuñaban dracmas de plata con imágenes de Buda y Atenea. Allí fantasea con las cifras de alcohol consumido per cápita anualmente, seis litros, y cuyo 'ranking' está liderado por los moldavos, seguidos por rusos y finlandeses (los alemanes y franceses superan a los italianos y españoles). Dos millones de personas mueren al año por causa de la bebida. Y después de un salto a Tailandia, pasa directamente a explorar los diferentes tipos de raki en Estambul, que, como todas las bebidas anisadas, ouzo, pastis, arak, absenta, pueden tomarse solas o mezcladas con agua fría. Ya en El Cairo le explican que en el país pueden prohibir todos los alcoholes menos la cerveza: «Aquí se bebía cerveza mil años antes de que llegase el Islam, es la droga nacional».

Mención aparte merece Islay, en Escocia. La isla, una mota de cincuenta kilómetros cuadrados en las Hébridas interiores, es la tierra prometida del whisky, el 'agua de vida'. A mí me encanta el scotch: Lagavulin, único, mi malta preferido; Laphroaig, fantástico; Caol Ila, por el que también tengo debilidad, sin olvidar, por supuesto, el delicado Ardbeg o el salvaje Bunnahabhain. Licores intensos, de matices ahumados, verdaderos lugares de descanso para el alma. Como dice Osborne, con un vaso lleno de turba puedes sentarte en un oscuro bar, de madera vieja, sin música, y dedicarte a pensar en la muerte y en las cosas intrascendentes que la preceden. Yo no alcanzo tales niveles metafísicos, pienso más en Stravinski, que también tenía querencia por el malta, tanto que en el exclusivo Petroleum Club de Houston, santuario de ricos petroleros tejanos, confesó que el scotch le gustaba tanto que se iba a cambiar el nombre por Igor Stra-güisqui.

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Lawrence Osborne termina su recorrido y se somete a una cura para salvar su vida, no sin antes abrirse una botella de champán, «una afirmación de la vida», y elevar su copa por Dioniso, sin ocultar que el alcohol es una materialización de nuestra propia naturaleza. Brindemos (con mesura) por ello.

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