El señor Casado y el señor Sánchez nos están perdonando la vida. Y les voy a explicar por qué. Creo que ya he mencionado un par de veces en mis artículos el truco denominado 'perro de Alcibíades'. Ya conocen ustedes a Alcibíades, gran estadista (y ... gran traidor), que gastó una cantidad obscena de dinero en comprar un can y acto seguido le cortó la cola. La comidilla del día en la sociedad ateniense fue criticar la acción, en vez de hablar de la corrupción de su gobierno. Aclarado esto, ya pueden ustedes sacar las pertinentes conclusiones. El señor Casado (más entretenido en huir tontamente de las psicofonías de Génova), se niega a renovar el Consejo General del Poder Judicial con peregrinas excusas. El señor Sánchez presiona y amenaza con cercenar las capacidades operativas del órgano si la renovación no se lleva a cabo. Y el respetable se indigna, bufa, grita o aplaude según en qué equipo milite. ¡Error! Volvemos a ofuscarnos igual que los atenienses hace 2.500 años.

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La bolita que nos atañe no está bajo ninguno de los cubiletes que nuestros políticos mueven con sagacidad ante nuestros despistados ojos. Porque, en efecto, necesitamos renovar el poder judicial, pero no para que se lo vuelvan a repartir entre ellos, sino para garantizar la independencia de la Justicia. Si de verdad el señor Casado y el señor Sánchez quisieran que la democracia funcionase con más alegría, tendrían que levantar los cubiletes y mostrarnos tres verdades. La primera: por supuesto que resulta necesario renovar el CGPJ, porque su mandato ha expirado y resulta un sindiós que continué en marcha (venció en noviembre de 2018). La segunda: que no hay que renovarlo para que en esta ocasión tenga más influencia el PSOE (y en unos añitos, el PP), sino a fin de despolitizarlo para afianzar una verdadera separación de poderes. La tercera: esta es la bolita más oculta, la que quieren esconder con más afán, y es que los políticos no deben ser quienes elijan a los vocales del órgano. Para ello sería necesario modificar la ley a fin de que los propios jueces escojan a los representantes, e incluso que se produjera una elección por insaculación, es decir, por un sorteo entre aquellos jueces, magistrados o juristas que reúnan determinados requisitos objetivos. El propósito es permitir una desvinculación cada vez mayor entre el CGPJ y las futuras mayorías parlamentarias, a fin de no socavar cada vez más la independencia del poder judicial.

Ya ven ustedes a lo que me refiero. Casado y Sánchez han sacado sus varas de pavero y nos quieren llevar por donde les da la gana, y encima que pensemos que nos hacen un favor. Es un abuso oligárquico que inauguró Felipe González, quien en 1985 soltó por boca de Alfonso Guerra que Montesquieu había muerto, pero que prosiguieron gozosamente Aznar (que insiste en mentir obscenamente acerca del 11M, en su momento por boca de Ángel Acebes), Zapatero y Rajoy. Pero, amigos, no hace falta ser Foucault para saber que representación no es exactamente realidad. Mientras tanto, los mandarines de guayabera podemitas ordenan que se prenda fuego a las calles (y quieren colocar su propio caballo de Troya en el consejo), y los jueces se dedican a meter el dedito en el ojo con nombramientos que ponen al señor presidente de mil demonios. Desde luego, todo el mundo toma posiciones para colocar obstáculos a cualquier intento serio de investigar la corrupción endémica de los grandes partidos. Y seguiremos corriendo el riesgo de que con un poder ejecutivo en manos de gente que cada mañana lee el 'Granma', y con un legislativo hipertrofiado y anulado por la anomalía de un estado de alarma de seis meses, se acabe por colonizar el judicial, y entonces, sí, apaga y vámonos. Recuerden en la novela 'Fiesta' ('The sun also raises', 1926, Ernest Hemingway) aquella escena en que un personaje le pregunta a otro cómo fue su bancarrota, y su respuesta: «De dos maneras, primero gradualmente, luego, de repente».

Habíamos comenzado con Alcibíades y su perro. Sé que intentar que un político diga una verdad es como intentar abolir el vino. Pero también sé que los ciudadanos tenemos el deber de no ser como aquellas marionetas que decía Wilde, que tenían muchísimas ventajas, entre ellas, que nunca discuten. Máxime cuando la Comisión Europea está preocupada por España. La vicepresidenta del ejecutivo comunitario suele expresar su profunda preocupación por los riesgos que actualmente corre el estado de derecho en distintos lugares de la Unión Europea. El historiador Robert Kagan habla de que una sociedad organizada, basada en el imperio de la ley, es como un jardín. El orden natural es la selva. Por lo tanto, el jardín, el imperio de la ley, necesita un cuidado y protección constantes. En Europa recomiendan que, al menos, la mitad de los vocales puedan ser elegidos por sus pares. Porque la independencia de los jueces, la separación de poderes, son los últimos diques de defensa del sistema democrático frente a sus gobernantes. Y estos, como bien escribió Orwell, han diseñado un lenguaje político con el propósito de que las mentiras suenen como verdades, y que sea respetable incluso el crimen.

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La independencia del poder judicial es la clave de bóveda del sistema democrático, lo que previene de la degeneración al conjunto y que nos envíen un motorista desde El Pardo, o que un Kruschev suelte perlas como aquella de que la manera de acabar con las habladurías disidentes consiste en fusilar a unos cuantos intelectuales más. Cuando desaparece la igualdad ante la ley, la justicia efectiva, se acaba el juego democrático y se sustituye por el vasallaje y el nepotismo. Nunca me cansaré de insistir sobre el tema. Nunca me aburriré de señalar a los diversos depredadores populistas que desprecian la ley. No se puede ceder ni un ápice en señalar sus desmanes, ni uno solo, por pequeño que sea: Proserpina se condenó al Hades por comer solo un grano de granada, creyendo que no le comprometía. Allí nos espera.

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