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Así, en general, se nos está haciendo bola la vida. El mundo, que siempre ha sido un territorio hostil, ha adquirido la categoría de amenaza permanente, y para un número importante de personas vivir se ha convertido en la fotocopia desvaída de una existencia que ... en su original tenía los colores brillantes. Al final, parece que se trata únicamente de sobrevivir, de ir aguantando el tirón en una espera permanente. Aguantar, mientras pasa la pandemia, mientras pasa la crisis, mientras pasa la guerra, podía ser un propósito aceptable, pero ya vamos aprendiendo que a una pandemia la seguirán otras, que las crisis parecen haber venido para quedarse encadenando la anterior con la siguiente, y que la guerra como estado permanente cada vez es más orwelliana. Así las cosas, con una situación económica complicada por decirlo suave, con condiciones laborales terribles en muchos casos, con las expectativas por los suelos, y con la esperanza hecha jirones, para seguir consumiendo sin descanso se nos sigue mostrando una existencia en tecnicolor, unos cuerpos inalcanzables, unas vidas que nunca serán nuestras. En las casas en las que la pobreza se ha instalado a pesar de tener trabajo, y algo tan básico como comer se está poniendo imposible, siempre habrá una tele que muestre las extravagancias (tan horteras) de quienes exhiben su chuletón de 900 euros recubierto de oro, que mira tú.
Cuando la vida se hace bola, la salud mental se resiente. Estamos cansados de los datos que indican el incremento en el consumo de antidepresivos y ansiolíticos, las cifras que hablan de suicidios, las esperas para recibir atención psiquiátrica, las bajas por depresión. Los estudios indican que la mitad de los problemas de salud mental tienen que ver con el entorno laboral y el 'burnout', el síndrome del trabajador quemado, que ya ha sido reconocido por la OMS como enfermedad profesional, ha convertido la existencia de muchas personas en un auténtico calvario.
Menos mal que las grandes empresas, las gigantes, han empezado a tomar medidas, oye. Y lo han hecho con grandes titulares, anunciando la implantación de servicios de salud mental, confidenciales y gratuitos, para sus trabajadores. Qué bien que como en los mejores tiempos del paternalismo industrial las empresas se preocupen por el bienestar de sus empleados. Qué bien que se ocupen con atención individualizada de cada uno de ellos, de los que manifiestan que ya no pueden más, y los cuiden.
Lástima que tan loables decisiones no nos permitan ver que el hecho de que reconocer malestares mentales individuales quita el foco de lo colectivo, de la causa que lo origina, de las condiciones generales de los propios trabajos en los que cada uno, individualmente, ha de ir evitando naufragios como buenamente puede. Atribuir a la salud mental lo que es resultado de condiciones laborales como mínimo muy mejorables para los trabajadores de forma conjunta es una trampa, otra más.
Bienvenidos sean (siempre) los cuidados, la necesaria atención psicológica. Pero resulta altamente sospechoso que esas grandes empresas conviertan en un problema personal y particular, aquello que es el resultado de unas condiciones que mejorarían notablemente con la presión de unos sindicatos que, casualidad, en esas empresas son prácticamente inexistentes.
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