Los trabajadores del Centro Nacional de Inteligencia (CNI) celebraron esta semana sus dos décadas de existencia a hurtadillas. No porque sean espías, sino porque se sienten avergonzados. Ellos hubieran querido festejar el aniversario con más focos de los que se suelen permitir, obligados como están ... a la discreción, pero ahora no andan para fiestas. Su trabajo está en entredicho y su directora, Paz Esteban, al borde de la destitución. Hace veinte años que el viejo Centro Superior de Información de la Defensa (Cesid) cambió de nombre para quitarle el regusto del pasado y de paso modernizar a un espionaje que había sufrido varios tropiezos notorios. A los espías españoles se les reprochaba su opacidad, la virtud de la que presumen todos los servicios secretos del mundo. Ahora, en cambio, acaparan titulares, aunque no por su eficacia, que en el caso de los espías suele ser proporcional a la ausencia de noticias. Primero, la antigua amiga del Rey emérito les denunció por acoso. El rastro de sus seguimientos era tan notorio que, según cuenta, incluso se encontró a un supuesto agente metido debajo de su coche. Un resbalón lo tiene hasta el mejor de los espías.

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Pero lo de las últimas semanas ha sido un batacazo. La publicación de una lista de políticos independentistas vigilados a través del programa 'Pegasus', un sistema desarrollado por Israel para espiar a través de los teléfonos móviles y al que solo tienen acceso los estados, ha desatado una tormenta política. Este tipo de desastres pueden ocurrirle al mejor de los servicios de inteligencia. Cuando pasa, lo más frecuente es que los estados cubran con la duda del silencio cualquier información al respecto y que los responsables del fiasco acaben pegando sellos en algún despacho. Lo extraño hubiera sido que el espionaje español estuviera en posición de firmes con un grupo de individuos que proclamaba a los cuatro vientos su intención de declarar la independencia de Cataluña a cualquier precio. Ni siquiera a los propios espiados, tan indignados ahora, debió sorprenderles demasiado que se les vigilara.

Lo que no suele ocurrir es que un presidente del Gobierno reconozca que le han reventado el móvil y todo un país ponga el foco sobre la torpeza de sus propios servicios de inteligencia. Tampoco que a la jefa del espionaje se la someta a una comisión secreta con luz y taquígrafos. Menos aún, que los servicios de contraespionaje acaben a tortas con el equipo del presidente al que sirven y acaben castigados de cara a la pared. Por este camino, va a ser difícil que alguien nos cuente un secreto que no quiera hacer público.

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