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Andamos en tiempos de la llamada 'post-verdad'. Una de las anomalías más severas en esta época de certezas difusas y valores de saldo, de falta de un compromiso real con las causas nobles, basculando los intereses hacia la avidez del poder a toda costa, ... hacia el dinero a cualquier precio, hacia los placeres de toda frivolidad. Tienen razón esos dos pensadores franceses que definen con realismo este momento cultural y humano: es una sociedad líquida, que no tiene en sus cimientos una roca firme sobre la que edificar algo que valga la pena (Zygmunt Bauman). Un mundo que gusta de una ética indolora, donde el bien no se busca como horizonte y el mal ya no duele en la conciencia para podernos enmendar, desde un narcisismo apático y el hedonismo del instante fugaz (Gilles Lipovetsky). Todo se usa y luego se tira, porque no vale para hacer de la vida una herencia donde volcar los valores que hemos amasado con nuestros llantos y sonrisas, nuestros aciertos y fallos, nuestras gracias y pecados… Para poder dejar un legado hermoso y cribado, fruto de nuestros sudores y nuestros sueños, a la siguiente generación.

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