Testimonio familiar de otra guerra atroz

Mi progenitora, que sufrió la invasión de Francia por Hitler, fue consciente de que había huido de un infierno fratricida para esconderse en un incendio inextinguible

Sábado, 5 de marzo 2022, 22:06

Las imágenes que nos llegan desde Ucrania, nos sobrecogen. Nuevamente, la población civil, pacífica, padece los delirios y las ambiciones de personajes que tapan con un poder casi omnímodo lo que pueda quedar en sus conciencias. Este avasallamiento, que lleva a armarse a mujeres y ... hombres inexpertos para combatir junto a su limitado ejército, nos hiela el corazón. Como ocurrió este verano con la reconquista de Afganistán por los talibanes y donde -me consta muy directamente- el Gobierno y las organizaciones solidarias de nuestro país dieron un ejemplo sin parangón a toda Europa. Espero -y en Asturias algo empezó a moverse el miércoles desde la Presidencia del Principado-, que España, con la debida coordinación de todas las administraciones, esté atenta y receptiva al éxodo de ucranios, a su acogimiento hasta donde sea factible y a propiciar la reagrupación familiar, pues no es precisamente insignificante la presencia de ciudadanos del país invadido dentro de nuestras fronteras.

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Las preguntas habituales que nos hacemos todos son las de cómo se para este conflicto y si en Moscú no hay fuerzas vivas, con dos dedos de frente, que frenen la locura del jerarca. Las respuestas son difíciles y, en algún caso, poco realistas. El que se mueve no sale en la foto, pero puede salir en alguna mira telescópica. O catar alguno de esos preparados a los que no solo eran aficionados los Borgia.

No sé si esta desgracia tomará mayores dimensiones, aunque temo que sí. No soy politólogo y ni siquiera puedo prever mínimamente los movimientos inmediatos de la Unión Europea -porque la amenaza a Suecia es un tema gravísimo-, y mucho menos hasta dónde lleguen, respectivamente, Estados Unidos y China, lo que es un misterio que difícilmente pueden dilucidar los tertulianos desde las butacas de un estudio televisivo. En cualquier caso, los dramas humanos no deben medirse por la extensión o número de potenciales víctimas. Lo cuantitativo es cruel y hay que estar con quienes padecen, sean pocos o muchos.

Me permito, desde el deseo de que este ataque no sea el comienzo de una guerra planetaria, traer a colación un testimonio familiar que, tras tantos años, me parece desgarrador por inhumano y por evidenciar hasta dónde puede llegar la perturbación mental en estos cesarismos extremos. Son datos, casi telegráficos y bien conocidos por todos, que escuché muchas veces a mi madre y que me hielan la sangre trayéndolos al presente. Ella, de niña, pudo salir en barco de una Asturias a punto de ser tomada íntegramente por las fuerzas sublevadas y, logrando evadirse del previsible destino en un campo de concentración o en Rusia, pudo reencontrarse con sus tíos en un pueblo pesquero de la Bretaña francesa, donde su exilio fue atenuado por la amabilidad y afecto de sus vecinos.

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Pero -ella misma lo contaba-, cuando no llevaba más que seis meses allí la radio dio la noticia de la invasión y anexión de Austria por Hitler. Si eso ocurrió un 12 de marzo de 1938 y ya alarmó a medio continente, en octubre del mismo año llegaba la noticia de la operación de los Sudetes, donde Francia y la URSS se pusieron de perfil y el Reino Unido -y no fue la única vez- buscó no tener líos con los nazis. Que aquello era una historia por entregas o fascículos, con guion previsible, se evidenció el 1 de septiembre de 1939 -exactamente cinco meses después de acabada nuestra Guerra Civil-, cuando se produce la invasión de Polonia y -como ahora suele aceptarse- comienza la II Guerra Mundial.

Los recuerdos de mi madre -más por lo que oía en su entorno que por sus conocimientos políticos- la llevaban a pensar en otro drama como el que había motivado su destierro de Asturias y así fue: el 22 de julio de 1940, tras menos de cincuenta días, Francia capitulaba ante Hitler, que se quedó directamente con la administración de más de la mitad del país vecino y alentó el Gobierno títere de Vichy, poniendo de marioneta al mariscal Pétain; un antiguo héroe militar.

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Mi progenitora, que sufrió esa invasión y recibió frecuentes visitas de la Wehrmacht en la conservera donde trabajaba, fue consciente de que había huido de un infierno fratricida para esconderse en un incendio inextinguible. Y comprendió que ganar guerras fáciles, alienta a los tiranos a aventuras exorbitantes, irreflexivas y sanguinarias.

Con esta sucesión de hechos en clave familiar, quiero trasladar que en la mente de los tiranos nada está escrito ni tiene límites respetables. La ambición bélica de algunos 'dioses' romanos, de Napoleón y de tantos otros amantes de ocupaciones violentas, acabó mal. Nada digamos de lo ocurrido en Alemania e Italia en los años cuarenta del pasado siglo. Pero lo cierto es que, para los poderosos, el Derecho Internacional es un juguete, un divertimento, para usar a conveniencia (pensemos en la línea Maginot y mil armisticios) y tirar cuando nos incrimina.

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Cada día, por desgracia, iremos viendo hasta dónde llegamos y el poder que Occidente posee para parar tan brutal desatino sin generar todavía más dolor. Y siento perderme la opinión, de mi cuñado, el profesor David Ruiz, a quien dedico estas líneas y cuya reciente muerte nos ha privado de un juicio docto y sosegado sobre tan triste actualidad.

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