En tiempos de crisis como estos, igual que en la temporada de setas, florecen las utopías. Suelen ser manifestaciones de esperanza en un futuro mejor, o en ocasiones, el tumor sangriento que brota de una locura. Las variaciones son abundantes, la mayoría se basan en ... especulaciones realistas que terminan en ejercicios de fantasía. El problema principal es que siempre acaba por colocarse el deseo por encima de la realidad, rara vez intentan adaptarse al entorno en el que nacen, al contrario, se impone un modelo totalizador en el que se especifica cómo debe vivir una comunidad, sin atención a un detalle: la proteica condición humana.
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Por ejemplo, la crisis de la polis ateniense dio como fruto 'La República', una idealización del modelo espartano por Platón. Nuestro filósofo hablaba de funcionalidad, hallar el empleo adecuado para cada uno, ya fuera gobernante, guerrero o trabajador. Y se ponían sobre la mesa conceptos tan escurridizos como la selección natural o la eugenesia, además de expulsarse a los artistas, porque Platón desconfiaba de las emociones, que colocaba junto a la embriaguez o la enfermedad en la lista de los vulgares infortunios. Otra crisis, la del feudalismo, tuvo como consecuencia la 'Utopía' de Tomás Moro, que idealizaba la vida monástica, y en la que no se veía con malos ojos el esclavismo. En cada momento de la historia, se ha propuesto un modelo: 'La ciudad de Dios', de San Agustín, 'La ciudad del sol', de Campanella, la 'Nueva Atlántida' de Bacon, el mismo 'El Dorado', que cegó a los conquistadores españoles, la 'Cristianópolis' del pastor luterano Johann Valentin Andreae, la 'Icaria' propuesta por Cabet, los falansterios de Fourier... Cada una poseía sus propios razonamientos, algunos sensatos, otros, desde luego, entraban en la categoría de delirio, como Andreae, que confiaba en la piedra filosofal para abolir el dinero, o Bacon, que esperaba encontrar el elixir de la vida eterna para sus atlantes. Y como curiosidad literaria, no debemos olvidarnos de la 'Théleme', que Rabelais crea en su 'Gargantúa y Pantagruel', un lugar de amor libre, sin envidia y sin manipulaciones del poder. Allí no pueden entrar ni hipócritas, ni tramposos, ni corruptos, ni beatos, ni retrógrados, ni ampulosos, ni papanatas, ni aguafiestas... «Haz lo que quieras», nos dice Rabelais, algo del todo punto imposible, pero que posiblemente haya alimentado la esencia libertaria y el anarquismo vital y, sobre todo, el espíritu de tolerancia.
A partir del siglo XVII, las utopías absorbieron el componente científico y cogieron velocidad. A lo lejos, comenzó a escucharse el zumbido de las máquinas, las molduras políticas se iban resquebrajando. El mundo cambiaba a toda velocidad, y con él, las utopías. Saint-Simon nos hablaba de gobiernos tecnocráticos, Edward Bellamy exaltaba en una novela los sistemas de producción centralizados, la militarización de las sociedades. A veces, el colectivismo se mezclaba con el darwinismo y la eugenesia y daba como resultado comunas como 'Pyrna', de James Davis. Y llegó el comunismo, y llegaron los kibutz, y llegaron las comunas hippys. Evidentemente, el capitalismo no dejó escapar esa idea tan incrustada en la mente humana y se apropió de la utopía, utilizando el mercado como fuente madre y creando el neoliberalismo. La utopía del capitalismo que se autorregula, que se extendería a todos los órdenes, basada en la capacidad de las personas para organizarse. Ya sabemos cómo terminó todo esto.
Por mucha quimera, por muchos fracasos, por mucha mala prensa, por mucho dolor que hayan causado los intentos de utopía, esta continúa con nosotros. Se fundan enclaves utópicos en el éter digital, ya se piensa en las futuras colonias de la Luna o en sociedades en las que se prolongue mucho la vida, o incluso se logre la inmortalidad, como augura Ray Kurzweil. La utopía es el dinosaurio que siempre está ahí, que nunca va a desaparecer. No podemos desentendernos de la utopía, así que algo habrá que hacer con toda su energía espiritual. Quizás una de las claves para que golem no se salga de madre sea volver a las reflexiones sobre el futuro sin que la ciencia y las humanidades estén separadas. Es cierto que pensar con un horizonte utópico ayuda a estirar los límites, y si no se piensa hasta los límites no se puede abarcar todos los ámbitos de lo posible. Es como caminar hacia el horizonte, quizás nunca se alcance, pero gracias a ello seguimos avanzando. La ciencia destapa la lámpara del genio, permite que este evolucione, pero al final siempre hay que devolverlo a la botella, y ahí las humanidades tienen una labor capital. Porque nos proveen precisamente de eso, medidas humanas: familia, amigos, intimidad armónica, emociones. La ciencia tiende a aislarse, a vivir en un mundo autorreferencial, alejándose del plano en el que amamos, nos ganamos el pan, sufrimos enfermedades. Esos mundos cerrados tienden al fanatismo, al plus ultra, a las soluciones radicales, a supersticiones como la del 'solucionismo', esa doctrina de gente como Elon Musk o Zuckerberg, una fantasía en la que la tecnología nos librará de todo mal y hará que ya no cometamos errores, al controlar cada aspecto de nuestra vida. Sin un poema que nos hable del amor y del dolor, la ciencia deviene en astrología o espiritismo.
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Los hombres se mueven con una mezcla de raciocinio, instinto, y cierto grado de locura. Y, de vez en cuando, necesitan el famoso «patapum p'arriba» del entrenador Clemente y a seguir la pelota. La utopía proporciona ese impulso, amplía los contornos donde nos movemos, nos muestra sueños hacia los que avanzar. Pero en ese camino se necesita un oasis de valores que nos conduzcan no a una vida perfecta, sino a una vida mejor, una vida buena. En ese sendero, la educación es importante, el sentido de comunidad es importante, la dignidad, la compasión. El idealismo siempre es arrogante, y si lo basamos solo en la ciencia o en la economía, el resultado suele ser un desastre de proporciones bíblicas. Dejemos que los algoritmos hagan su trabajo, cómo no, pero, de vez en cuando, que se sientan desorientados por un mero epigrama de Marcial.
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