Un caballero del Templo de Salomón o del Temple, más conocido como Templario, no puede transitar encapuchado por los monasterios. Tampoco está obligado a aprender latín. Se le pide sumisión, defensa acérrima de la fe. Debe basar su visión en los valores de la caballería, ... y llevar prendas blancas como símbolo de pureza. Asimismo, nada de pelo largo, eso es cosa de infieles o hippies, aunque sí puede llevar barba o bigote, y es obligatoria la castidad, aunque, de aquella manera, pues alguna cana al aire puedes echar, pero si te pillan, adiós al estatus sacro. Olvídate también de llevar joyas, pues lo único que puedes adornar son tus armas, y respecto a la comida, la carne con control, ya que es sabido que despierta el deseo sexual y hay mucha lagarta. En cuanto a distracciones: caza, bebercio, ajedrez, música, dados, torneos… nada de nada, porque tú eres una máquina de guerra y tienes que centrarte en rezar y rebanar pescuezos musulmanes para que llegue cuanto antes el Reino de los Cielos.
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Estas son algunas de las reglas de los durísimos Templarios, tipos de mucho cuidado. La Orden fue fundada por Hugo de Payns en la Navidad de 1119 para proteger a los peregrinos en la ruta a Jerusalén desde el mar. Fueron nueve caballeros, y se les concedió en la Ciudad Santa un ala de un palacio que se correspondía con el Templo de Salomón, de ahí el nombre, y nada hacía prever la poderosa organización en que se convertirían con los años. A todos nos suenan los eufónicos nombres de la época, Bernard de Tremelay, Phillip de Plaisis, Bertrand de Blanchefort, Gérard de Ridefort… que ayudarán a forjar el mito. Entremedias, una institución que va creciendo sujeta a una disciplina férrea, mientras recibía donaciones de toda Europa para mantener la primera línea contra los árabes. Las Bailías, las Casas del Temple, brotaron por toda la Cristiandad: Jerusalén, Antioquía, Trípoli, Apulia y Sicilia, Portugal, Castilla y León, Aragón, Alemania, Hungría, Grecia, Francia, Inglaterra.
El entrenamiento de un Templario tenía como objetivo convertirlos en una élite militar. En un mundo en que la disciplina del ejército romano se había diluido, y las batallas se dirimían con acciones individuales de prima donnas, los Templarios se convirtieron en un bloque de acero, donde uno ascendía por méritos y no por familia. Los postulantes entraban con veinte años (debían estar en el punto álgido de su fuerza: se combatía hasta con 30 kilos de armamento), y se sometían a un adiestramiento para luchar y moverse en unidades. Los jinetes Templarios se convertían así en verdaderas pesadillas, que manejaban lanzas, hachas, mazas, y espadas en las que grababan algunos lemas que daban constancia de su fe. Y detrás de ellos, toda una estructura logística, de mando y comportamiento en batalla, de normas estrictas y objetivos claros. Un ejemplo: los legionarios romanos cargaban con 14,5 kg. de equipo militar, 12 kg. de herramientas, y alimentos para 16 días, en total, 41 kg. La armadura de un solo caballero en el siglo XI pesaba 20 kg. Aparte, herramientas, alimentos, el forraje y el agua para el caballo, etc. O tenías en campaña un soporte que sostuviera todos esos números, o no llegabas muy lejos.
Junto con los Templarios, había otras órdenes que se repartían la labor de zurrarle la badana a los infieles. La Orden de San Juan del Hospital, los famosos Hospitalarios, de fundación anterior al Temple, con su red de castillos en Tierra Santa, con el Crac de los Caballeros, en Siria, como ejemplo mayor. La no tan conocida Orden de San Lázaro, que acabó diluyéndose en las otras dos órdenes. La Orden de los Caballeros Teutónicos (tan querida por los nazis), que se abrieron paso por el Báltico. Lo cierto es que estuvieron mal avenidas: en lugar de cooperar contra el enemigo, muchas veces se enfrentaron tanto diplomáticamente como con las armas, pero es lo que tienen todas las familias.
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Zvonimir Grbasic lo narra en un enorme libro 'Templarios. Soldados de Dios' (Desperta Ferro), que cuenta con mapas, ilustraciones y espléndidos dibujos de los protagonistas de la época, que rompen con muchos de los clichés que tenemos en mente. Un botón: los cascos de los Templarios envueltos en turbantes para que el metal no se recalentase y que les asemejaban a sus contrincantes. En todo caso, una historia bien contada, que nos lleva desde la batalla de Montgisard, una de las grandes victorias templarias, hasta el desastre de los Cuernos de Hattin, donde Saladino destroza a las fuerzas cristianas. Una gran aventura, llena de gestos bizarros, profanaciones, intrigas, declaraciones visionarias… que nos traslada hasta los últimos estertores templarios. Tras la caída de Acre, en 1291, y la expulsión de los cristianos de Tierra Santa, la cuesta abajo de la Orden, ya sin un objetivo claro, es imparable.
En su punto culminante, había contado con 7.000 caballeros y posesiones por todo el orbe cristiano, entre ellas más de 970 casas; solo en Palestina, mantenían 53 fortalezas, la mayor de ellas el castillo de Atlit. Eran poderosos, ricos y temidos. Todo eso jugó en su contra, por supuesto: el rey francés Felipe IV los colocó en el punto de mira, e inició una persecución a fin de hacerse con sus riquezas. La agonía templaria es bien conocida, con la ejecución de su último maestre, Jacques de Molay, y los juicios a los caballeros por toda Europa, acusados de todo tipo de tropelías y pactos con el Diablo. Si bien se pudo eliminarlos físicamente, nada se pudo contra el mito, y hasta hoy pervive en la literatura y el cine, en la historia, en el imaginario de las sociedades. Las figuras de aquellos hombres vestidos de blanco, con una cruz de San Jorge estampada en el pecho, apoyados en sus pesadas espadas, es ya infrangible en nuestra imaginación. Non nobis, Domine, non nobis: sed Domini Tuo da gloriam…
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