De la villa de Salou es tan poco de lo que me acuerdo como de lo que no quiero acordarme. Un trozo de costa estropeado por el hormigón, como cualquier otro desde Creus hasta el Algarve. Desde la terraza del hotel veía a los muchachos ... con los que viajaba en el autocar descender y subir por una escalera que conducía hasta la playa. Seguramente algunos, de ese centro peninsular, acababan de descubrir el mar, pisando una playa casi desierta. Estaban disfrutando el mejor momento de su vida, o eso se dice, y solo les faltaba la empalagosa melodía 'Luna de miel', que cantaba la tonadillera Paquita Rico. Ellos, utilizando las armas del amor en la noche, y yo las pastillas de Valium a la espera de otro amanecer. Y cuando despierte y de nuevo me suba al autocar, como en el cuento de Monterroso, el monstruo todavía estará allí.
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Y allí estaba. Se había comprado en Zaragoza unas alpargatas como las que usan los baturros para bailar la jota, con el pretexto de que eran buenas para ventilar los pies. El invento le funcionaba al pirado estepario, pues yo, que andaba escaso de muchas cosas, incluido el dinero, siempre tuve buen olfato. Mitigaba en parte el olor a miasmas el perfume de las muchachas en flor, aunque desfloradas, de los asientos de delante. Me encaminé otra vez por el pasillo a buscar consuelo en Isabel, que, aunque aparentaba mi edad, la estaba utilizando como a una madre. Niza todavía estaba lejos y necesitaba colonias fuertes para gotear el pañuelo. El Givenchy, algo que a ella le regalarían seguramente en alguna perfumería donde llevase a su tropa detrás del paraguas izado. Otra puntada hasta Niza, la del collar de perlas que forman las luminarias de su playa. Y un desplazamiento nocturno hasta Mónaco, para visitar por el exterior el casino y el palacio del reino de opereta, en cuyo interior dormían princesas lúbricas y un heredero que se decía que era así y así.
En el Regreso a Niza Isabel apuntó hacia un chalé iluminado en la ladera del monte. Era donde el descendiente de los condotieros, príncipe Rainiero, retozaba con la actriz francesa Pascale Petit. Pero cuando el principado entró en ruina buscó a la princesa americana del millón de dólares. En realidad, a Grace Kelly le dieron dos millones por dejar la honrosa y hermosa profesión de actriz para oficiar de fantoche en un roquedal del Mediterráneo. El cine había perdido una estrella, y a muchos chavales de entonces nos habían birlado la novia. Y nada de fútbol, ni nada de política: otra puntada más la próxima semana.
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