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Hay quien vive feliz en el bullicio. Defienden que es un síntoma de vida que se abre paso, la inexcusable evidencia de que estamos, nuestras existencias venciendo a la nada: una ciudad con ruido es una ciudad viva, y para convertir en inapelable su argumento ... recurren a los tiempos en que el silencio se impuso, las calles se convirtieron en desierto y solo los aplausos o las inquietudes musicales de terraza y balcón nos recordaban la presencia de otros seres humanos, quizá tan asustados como nosotros mismos. Tal vez ese miedo genera esa violenta explosión de ruidos y de voces. Vista desde arriba, la ciudad es una legión de hormigas moviéndose incansables, yendo y viniendo, aporreando el aire con una cháchara infatigable. Tenemos ganas de vivir, decimos, tenemos ganas de fiesta, ya iba tocando disfrutar, argumentamos. Y el ruido se extiende como una marea alborotada, la constatación de que estamos y estamos vivos.
Supongo que es preferible. El movimiento es vida, el ruido es sinónimo de actividad, y la actividad, ya lo sabemos, genera que la economía se mueva y buenos están los tiempos para desdeñarlo: consumir para que esto no se detenga, para que en la inercia nos reconozcamos con la capacidad de ser un poco dueños de lo que nos ocurre. Tenemos tanta urgencia por movernos, por señalar nuestra presencia, que todo se ha vuelto un ruido insostenible. Del ineludible reguetón, por fortuna, nos salva en parte la tecnología de los auriculares que, me temo, está construyendo una generación a la que el ruido ya no le afecte, porque habrán ensordecido. Pero sigue siendo muy amplio el catálogo de estruendos, los chirridos intolerables, la incansable palabrería que desde todas partes nos bombardea sin tregua y sin más plan de ataque que la consigna del a mansalva como método.
Es increíble que tantas palabras vacías, tantas frases que no son más que puro envoltorio de la nada, consigan hacer tanto estrépito. Si no contienen más que el vacío, si se han desprovisto de cualquier valor, si son pura cáscara, cómo pueden pesar tanto, ocupar tanto espacio en el aire, contribuir tanto a ese ruido en el que vivir y mantenerse inmune se convierte en un acto de puro heroísmo.
Tanto ruido horadando la voluntad, carcomiendo los cimientos de nuestros propósitos más inquebrantables, dejándonos a merced de una marea pegajosa en la que los insultos y las mentiras, en un cacareo infame, van quebrando nuestras defensas.
Todo ese ruido de promesas imposibles formuladas con ampulosa impunidad, todo ese insoportable ruido de inocencia traicionada, de tumulto en el que quien más grita más razón cree tener. Todo ese ruido generado por quienes necesitan los conflictos para que su triste vida tenga algún sentido y pretenden que formes parte de ello, que te avasallan con la estridencia de su discurso, tan fungoso en su contenido como afilado en sus aristas.
Solo un poco de silencio, por favor. El lujo impagable del silencio. Aunque para algunos sea tan peligroso porque si nada atruena desde fuera, igual se asustan del pavoroso eco que su propia voz tan estrepitosa como vacía deja sonando en esas estancias desiertas en las que habita el pensamiento.
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