Lo más notable del momento político español no es el clima de mutuo rechazo visceral en el que los clanes antagónicos están enfangados y su consecuencia, la ruptura de todo atisbo de posible acuerdo entre facciones que juntas representan a dos de cada tres españoles. ... A mí lo que me parece más sorprendente es que esta crispación obstruccionista se ha creado y se autoalimenta exclusivamente en el plano político. No existe, prácticamente, en la realidad social del país. No son los ciudadanos españoles los enfurecidos, sino los políticos españoles los que viven y se conducen en estado de permanente y mutua descalificación.
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Más notable aún: esta polarización ni siquiera procede, en la actualidad, de divergencias ideológicas irreconciliables, ni de históricas cuentas pendientes. Creo que es la mera consecuencia funcional de la profesionalización de la política, es decir, de la necesidad de alcanzar o conservar el poder y la vigorosa energía puesta en el intento, que apunta al puesto de trabajo propio y de los míos. Como prueba el también sorprendente hecho siguiente: la última de las grandes grescas, la que acaba de involucrar a políticos y jueces, al Congreso y el Gobierno frente al Tribunal Constitucional, vino motivada por asuntos inicialmente ajenos al interés y a la comprensión del ciudadano común, puesto que lo que llevó a unos y otros a tildar al oponente de golpista y de violador de la Constitución no fueron divergencias sobre sanidad, educación o pensiones, sino cuestiones, aunque trascendentales sin duda, endogámicamente políticas: la sedición y la malversación ejecutadas por políticos, las jurisdicciones y competencias de parlamentarios y jueces o los mecanismos de renovación de instituciones del Estado. En suma, los políticos españoles están ocupadísimos, e irreconciliablemente enfrentados, por asuntos que afectan básicamente a los políticos españoles.
Y resulta que en este proceso de ensimismamiento han logrado rizar el rizo enfrentando entre sí dos pilares básicos del estado de derecho: la voluntad popular, que representa el Parlamento, y el respeto a la legalidad vigente, que interpreta, como juez último, el Tribunal Constitucional. El primero vulnera la legalidad según el segundo, que queda, a su vez, sospechosamente retratado cuando su trascendente votación recrea, estrictamente, el origen político de cada uno de sus miembros. Han llevado las reglas del juego al más insensato de los límites. Si no rompen la baraja es porque no tienen otra.
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