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Y digo '¿qué hacemos?' porque es un problema de todos: suyo y mío también. Podrá pensar que sólo le afecta su deuda privada (hipoteca, préstamos al consumo…), pero no es así. Prefiero no recordar aquello que dijo alguien de alta responsabilidad económica y gubernamental en ... este país: «El dinero público no es de nadie». Al contrario, la deuda pública es asunto de todos y aunque al Gobierno le corresponda tomar las medidas para gestionarla, pesa sobre nuestras cabezas y las de nuestros descendientes. Sin duda, la deuda de hogares, empresas y administraciones es el factor que mejor explica la transformación de la economía española en la última década. Y es que además de la deuda pública, también la deuda privada y la deuda exterior son relevantes a la hora de explicar la situación económica de un país. En lo relativo a la deuda privada, se ha producido una muy positiva evolución, porque en los años previos al estallido de la burbuja inmobiliaria se produjo en España una fuerte acumulación de deuda por hogares y empresas, que llevó al conjunto de la deuda privada sobre PIB a tocar techo en 2010 con un 250% (131% en hogares y 119% en empresas). Desde entonces, el proceso de desapalancamiento de la economía española (sólo interrumpido en 2020 por la covid) ha llevado a la deuda privada a una reducción superior a los 100 puntos porcentuales y a mínimos de los últimos 22 años, por debajo de la media de la zona euro e incluso de países tan excelsos a nivel económico como los Países Bajos, cuyo endeudamiento de hogares es el mayor de la zona euro en el último trimestre de 2023 (171,6%) o Finlandia (110%).
A pesar de esta buena evolución de la deuda privada, de la deuda pública no se puede decir ni mucho menos lo mismo y cabe preguntarse ¿por qué no lo puede hacer el Gobierno si lo han hecho las economías domésticas? Lo que han hecho los hogares para la reducción de su apalancamiento financiero está vinculado a la contención de la inversión (fundamentalmente vivienda) tras los excesos cometidos. Por otro lado, se produjo una reducción de costes financieros muy importante cuando el Banco Central Europeo (BCE), en los años posteriores a la crisis, articuló una política monetaria de tipos cero. Obviando lo anómalo del comportamiento en la pandemia, la situación ha mutado con la emergencia de la inflación y los rápidos incrementos de tipos de interés acometidos por el BCE para contener las subidas de precios. Sin embargo, ni siquiera en este nuevo contexto más desfavorable ni el proceso ni el ritmo de desendeudamiento de los hogares ha cesado. También las empresas están realizando este esfuerzo de desapalancamiento y, obviamente, los balances bancarios acusan esta ausencia de demanda crediticia, aunque soportan sus (buenos) resultados en los elevados tipos –que han empezado a bajar– y la reducida morosidad, porque el cliente español lo último que deja de pagar es su hipoteca.
El problema que tenemos delante es que España es el cuarto país de la zona euro con mayor ratio de deuda pública sobre PIB (109,9% en el tercer trimestre de 2023, según el BCE), tras Grecia (165,55%), Italia (140,6%) y Francia (111,9%). Además, el aumento de los tipos de interés oficiales por el BCE ha supuesto un incremento de los intereses de la deuda pública, que tiene implicaciones financieras ya que cada punto adicional en el tipo de interés medio representa un punto del PIB en gastos de intereses, equivalente aproximadamente a 14.000 millones de euros anuales. Es todo un desafío para la sostenibilidad financiera, especialmente en un contexto de envejecimiento de la población. Según la Airef (Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal), si el Estado no ajusta el déficit el gasto en intereses igualará al de educación en 2038.
La cuestión es que durante más de una década numerosos economistas –principalmente, pero no exclusivamente, de izquierdas– han dicho que los beneficios potenciales de usar deuda para financiar el gasto del Gobierno superan con creces cualquier coste asociado. Personalmente, no lo comparto en absoluto: depende de cómo se invierta. Y es que hasta el Fondo Monetario Internacional (FMI), tradicionalmente defensor incondicional de la prudencia fiscal, comenzó a respaldar altos niveles de estímulo financiado con deuda. Sin embargo, en los dos últimos años ese dulce pensamiento ha chocado con la cruda realidad de una alta inflación y el retorno de tipos de interés reales de largo plazo a niveles normales y no tan bajos como en momentos previos. Ante esta situación, en mi opinión, lo único viable es reconstruir gradual y creíblemente los amortiguadores fiscales y garantizar la sostenibilidad de la deuda soberana. Esto no tiene porqué sonar alarmista. Se trata sencillamente de prudencia fiscal y financiera. No hay que entrar en pánico, pero sí evitar problemas mayores y comenzar a aplicar soluciones tales como ajustes fiscales graduales, pero firmes, que permitan una consolidación fiscal que reconstruya los colchones fiscales y contribuya a reducir las primas por plazo; reformas estructurales que contengan la presión del gasto público; mayor transparencia fiscal para permitir una mejor evaluación de los riesgos fiscales y orientación de la política fiscal a la innovación, junto con reformas estructurales en apoyo del crecimiento de la productividad, con la inteligencia artificial como eje central. Finalmente, la mejor receta para reducir la carga de la deuda a largo plazo es, sin duda, un mayor crecimiento económico.
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