Hace unos días el 'Financial Times' titulaba lo siguiente: «La esposa del presidente español, investigada por presunta corrupción», y explicaba que «un juez español ha abierto una investigación preliminar sobre la esposa del primer ministro Pedro Sánchez por acusaciones de corrupción, lo que ha llevado ... la acritud política en Madrid a nuevos niveles». Es evidente que esta situación, contemplada a nivel internacional, además de los frágiles acuerdos de gobierno que se están dando en esta legislatura, afecta negativamente a la economía y no es buena para atraer inversiones a nuestro país. Como economista, lo que más me preocupa son los problemas económicos del país. Hay varios muy graves: la difícil sostenibilidad del sistema de pensiones, el déficit desproporcionado o el descomunal nivel de desempleo, en especial el juvenil, pero hoy me gustaría abordar el de la baja productividad. La situación en relación con esta cuestión es tan problemática que podríamos calificarla, en términos docentes, como la asignatura siempre suspensa de la economía española. ¿Por qué?
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Son varios los determinantes de esta situación, pero podría afirmarse que el pequeño tamaño de las empresas, la deficiente competencia y el gran peso de sectores como la construcción y el turismo explican su estancamiento. En relación con el primero de ellos, es claro que el tejido empresarial español, con gran protagonismo de las pymes, ejerce de lastre, porque cuanto más pequeñas son las empresas más dificultades tienen para incorporar nuevas tecnologías, profesionalizar la gestión o acceder a mecanismos de financiación. Por otro lado, la falta de competencia real en muchos sectores no ayuda. Es obvio que las mejoras productivas son fundamentales para poder financiar aumentos sostenibles de los salarios.
Lo peor es que esta situación, lejos de solucionarse, se está agravando con el tiempo. Según el Observatorio de la Productividad y la Competitividad en España (OPCE), la productividad total de los factores en 2022 fue un 7,3% inferior a la del año 2000. Un dato pésimo comparado con Estados Unidos (mejoró un 15% en el mismo periodo) o con Alemania (un 12% de incremento). En un intervalo temporal más amplio, la productividad española ha caído un 8% desde 1952, frente a los avances del resto de Europa. Este diferencial con respecto a Europa no ha cambiado desde la pandemia, ni con la inyección de fondos europeos: algo está fallando con estos fondos en su misión de dinamizar los sectores rezagados.
Por otro lado, se observan grandes diferencias entre comunidades autónomas. Según el Consejo General de Economistas y Fedea, el País Vasco, Madrid y Navarra presentan los indicadores de productividad más altos, mientras que los más bajos son para Castilla-La Mancha, Andalucía y Canarias. La economía sumergida juega un papel importante, porque aunque el PIB la refleja, en realidad es muy difícil de calibrar. Por ello, las comunidades con mayor economía sumergida que la media nacional presentan un PIB per cápita cuando menos endeble en su objetividad.
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A eso hay que añadir que si se plantea una posible reducción de la jornada laboral, es obvio que esta cuestión va a afectar a un nivel de productividad ya de por sí muy bajo. En mi opinión, antes de subir sueldos o reducir horarios, es preciso mejorar la baja productividad de la economía española. Cierto que como país desarrollado debemos aspirar a elevar nuestro bienestar y tener sueldos dignos, pero eso no es viable, ni mucho menos sostenible, sin antes subsanar este grave problema. Ganar productividad significa que los aumentos en la riqueza del país son mayores que el incremento en horas totales de trabajo en la economía. Es una condición imprescindible para financiar incrementos sostenibles en sueldos y mejorar las condiciones laborales sin reducir los beneficios empresariales.
La productividad española tiene graves lastres: el peso económico del sector inmobiliario, la menor inversión de las empresas nacionales en capital intangible, las dificultades que afrontan las pequeñas empresas para crecer y la excesiva importancia de sectores como la construcción o el turismo, con menos margen para introducir mejoras productivas.
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La llegada de la IA (Inteligencia Artificial) puede también incrementar las diferencias. Se trata de una revolución tecnológica que puede mejorar, en primer lugar, la productividad de las 'start-ups' y de las grandes empresas. En el caso de las primeras, porque incorporan la IA desde el principio. Y las grandes, porque tienen mejor capacidad en sus equipos directivos para adaptar la organización a los posibles nuevos productos y procesos que permita tan compleja tecnología. Las Tecnologías de la Información y la Comunicación (TIC) fueron identificadas desde la década de los ochenta como el motor de crecimiento de la productividad. No obstante, desde comienzos de este siglo han dado signos de agotamiento porque los cambios introducidos en las TIC son, en ocasiones, tan disruptivos que sus enormes ventajas no pueden aprovecharse si no van acompañadas de inversiones adicionales, en especial, en activos intangibles.
No quiero ser pesimista, pero la situación política del país tampoco ayuda a pensar que podemos mejorar a corto plazo. España tiene un serio problema de productividad y esta variable está íntimamente ligada a los sueldos y a la competitividad. Si en verdad queremos construir un país de primera, tendremos que revertir nuestra negativa tendencia en este aspecto. Así que manos a la obra, trabajando todos, pero con productividad, esto es, haciéndolo lo mejor posible en nuestro puesto de trabajo, en el menor tiempo y con un uso adecuado de los recursos productivos.
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