Sueño con aviones

Un mortal encapsulado a miles de metros del suelo, un prodigio técnico, un desafío a las leyes divinas. ¿Cuánto nos queda de disfrutar de este placer? Quizás en unas décadas se volverá tan costoso que será cosa de privilegiados, como al principio

Lunes, 2 de agosto 2021, 01:52

Antes de la peste, solía coger bastantes aviones. Ahora, ya vacunado, espero volver a hacerlo. De hecho, ya sueño con aviones. Hace siete años que rebautizaron el aeropuerto de Barajas como Adolfo Suárez, pero todo el mundo sigue llamándolo Barajas. Los taxistas sólo responden a ... ese nombre. O T-4. O T-2. Nada del ilustre presidente. Olvídate. A lo que íbamos: sueño con aviones. Me gustan los aeropuertos, los no-lugares. Me gusta llegar con horas de antelación, no vaya a ser. Ahora están esas maquinitas diabólicas en las que te obligan a hacer el 'check-in', y que como tengan un mal día (y vayas justo de tiempo) te harán sudar de angustia. Con lo fácil que era que un señor o señorita te lo solucionase cara a cara. Una vez solventada la facturación, están los arcos de seguridad. Por muchos años que pasen, por muchos aviones que coja, cuando llego a las filas en los controles siempre me siento como si llevase medio kilo de coca escondido. Reloj fuera, cinturón fuera, móvil fuera, llaves fuera... Da igual, como si fueras en pelotas, siempre pienso: ya está, ahora empieza a pitar y aparecen los GEO. Es un momento de zozobra. Y ya no les digo si te obligan a abrir la maleta de mano o la mochilita: hay una ley que afirma que da igual las veces que hayas revisado el contenido, siempre se te olvida algo. Puede ser el botellín de agua, la colonia, la espuma de afeitar. Al final se lo quedan, o lo tiran a la basura. Una vez recuerdo que me confiscaron una botella de coñac, y me cisqué en sus muertos. Ay. Donde peor lo paso es en las aduanas de Estados Unidos, pero fue en Canadá donde me tuvieron una hora en una sala porque descubrieron que mi maleta estaba llena de libros. Alguien consideró que eran tan peligrosos como un puñado de bombas anarquistas. Al final, le regalé uno al funcionario que me manumitió.

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Sueño con aviones. Entras en la zona de espera como si salieses del infierno de Dante, 'Per aspera ad astra'. Ah, amigos, esto ya es otra cosa. Primero localizo mi puerta, para que no haya líos (da igual, porque seguro que te la cambian veinte minutos antes y tendrás que cruzar la T-4 a la carrera). Y luego me relajo, revoloteo aquí y allá por las tiendas, o me tomo un cafelito, o compro algún periódico. Suelo llevar libros. O miro pasar a la gente. Yo nunca me aburro. Recuerdo el aeropuerto de Doha, totalmente lisérgico, con aquella mezcla multicultural, lo más parecido que he visto al bar de la Guerra de las Galaxias. O la T-4, aquella mañana que me encontré a Alessandro Baricco y fue tal la emoción que fui corriendo hacia él como un elefante, y seguramente pensó que le iba a pegar. Pero hablábamos de aviones: los ves aterrizar, los ves despegar, un baile con donosura. Siempre recuerdo la definición de felicidad que le dijo un cazador inuit al explorador Knud Rasmussen: «Encontrar la huella fresca de un oso y llevarles la delantera a todos los demás trineos». Yo diría: «coger aviones». Me siento igual que Sinatra cuando hablaba de Ava Gardner y contaba que era como si le hubiesen echado algo en la bebida. La posibilidad de la traslación a otras realidades me quita años, un Shangri-La portátil. Durante unos días o semanas estaré desconectado de mi día a día, y España, aunque solo me haya desplazado un par de horas, parecerá muy lejana. 'Sursum Corda'.

Te checan el billete y entras en el avión. Cómo no echar de menos las sonrisas de las azafatas. Cómo no añorar sus suaves indicaciones, la seguridad que transmiten. Solo hace falta ponerles música de los Village People. A veces puedes echar un vistazo a la cabina de mandos. Encuentras tu sitio, te acomodas, a lo mejor hay suerte y los asientos no están hechos para enanos. Coloco la mochila, saco un libro. No pido nada a mi compañero de vuelo, solo que no me dé la matraca, que tenga una pátina de educación. Nada del otro mundo. Durante un intervalo estamos obligados a convivir, a sobrellevarnos, todo puede ser muy fácil si así lo deseamos. Allá vamos. Siempre me emociono cuando el avión enfila la pista de despegue. ¿Cómo puede ser este milagro? Toneladas de metal que se sobreponen a la gravedad y nos elevamos: nunca termino de creérmelo, siempre miro por la ventanilla, como un crío. Ya tengo cincuenta años, pero continúa el entusiasmo. Madrid se aleja, un punto en la llanura reseca, te das cuenta de lo poco que es (lo poco que somos), aunque te parezca un leviatán cuando te encuentras en su estómago. El avión se inclina, gira, se coloca en la dirección adecuada. Comienzan a aletear en mi cabeza los paneles que anunciaban los vuelos, me gusta mirar los destinos exóticos, me imagino cogiendo uno al azar, Tiflis, Goa, Belice... Disfrutamos de un poder de dioses, la capacidad de Mercurio, dos alitas en los pies y a tirar millas.

Edward James comenta que mucho se ha escrito sobre el viaje y poco sobre la carretera. Esta es mi carretera aérea, un mortal encapsulado a miles de metros sobre el suelo, un prodigio técnico, un desafío a las leyes divinas. ¿Cuánto tiempo nos queda de disfrutar de este placer? Quizás en unas décadas volar se volverá tan costoso que será cosa de privilegiados, como al principio. Quizás se restrinja volar por los costes climáticos. Quién sabe lo que nos aguarda a la clase media; ¿existirá siquiera en el futuro? De momento, yo opino lo que Bertín Osborne: ya estoy mayor para renunciar a nada. Aprovecharé el tiempo que me queda. Cogeré tantos aviones como sea posible. Me aguardan otros aeropuertos, saldré de las puertas de embarque con cierto orgullo, contemplado por quienes aguardan a subir a sus aparatos, tú vas, yo llego. A veces, entiendo las lenguas del lugar, otras veces son como puzles mentales, inextricables. Si no te recogen, te queda buscar un taxi, que no te claven demasiado, quizás hacerte el simpático con el conductor. Por delante, tienes la sorpresa, el asombro, el conocimiento, quizás alguna desgracia. Como dicen los cubanos: todo lo que sucede, conviene. Lo aprovecharás de alguna manera. Lo importante es salir de lo predecible, exponerte al mundo, descifrar los códigos que te dan acceso a otro nivel. El tiempo ya está en descuento, siempre lo está. Depende de ti darle un sentido.

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