Algún superviviente todavía lo recuerda. La novia según costumbre venía montada a caballo, ladeada en la silla, y a su lado un familiar a pie para evitar contingencias, como que el jaco se encabritara, ya que también según costumbre los acompañantes tiraban voladores. La novia ... iba seria, como si la cara estuviera marcada por lágrimas antiguas, que en aquellos instantes solo procedía verterlas hacia dentro y seguir la procesión en silencio. En la iglesia aguardaban otros grupos de asistentes y mirones, con las puertas abiertas para caminar hacia el altar. Todo era normal en aquellas tierras y en aquellos tiempos, donde la familia en grupo se presentaba ante el notario para que los hermanos del mayorazgo firmaran una venta falsa de casa y tierras, renunciando a la herencia. La novia llegaba con su dote pactada de unos miles de pesetas, después de la conformidad de las familias. Y era valorada, como cualquier res, por sus aptitudes para trabajar la tierra y atender el ganado. Todo parecía normal, solo que aquella novia portaba como en unas alforjas los hondos pesares marcados en el rostro. «Hasta que la muerte os separe», le dirían, para colmo, cuando se apeara del caballo y tuviera que entrar empujada por una fuerza invisible, pisando las piedras gastadas del atrio y las tablas crujientes hasta el altar. Así habían obrado todas las mozas casaderas.
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Después de las bendiciones y del sí de ella, que quería decir no, los invitados comieron amontonados en casa del novio, tirándose trozos de pan; señal falsa de señorío y abundancia. Y luego baile, donde estaba llamado cualquiera que se acercase. Y de la aldea de donde había venido la novia llegó un mozo moreno y de pelo hirsuto, con las cejas caídas y la mandíbula apretada. En la rueda del baile éste se acercó a la novia y se agarraron mirándose a los ojos. Apenas llevaban ningún compás de la música que sonaba de un acordeón, pasodobles y tangos, si no que se cruzaron algunas palabras. Las suficientes para ellos entenderse sin que las escucharan otros. Ya se sabe que las conversaciones del amor furtivo crean un idioma propio que hila la finura del entendimiento sin voces. Aquello fue un «ven conmigo» y un «no puedo», que dejó jirones en las almas.
Se marchó el intruso forastero. La gente rumió los goces de la desgracia ajena. Y todo se fue apagando hasta el día en que el mozo desechado apareció muerto en su cuadra. El médico certificó muerte accidental por patada de bestia.
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