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Mucho ha llovido desde que Marx dijo que la religión era el opio del pueblo. De hecho dijo que «la religión es el suspiro de la criatura oprimida, el sentimiento de un mundo sin corazón, así como el espíritu de una situación sin alma. Es ... el opio del pueblo. Se necesita la abolición de la religión entendida como felicidad ilusoria del pueblo para que pueda darse su felicidad real». Nada que objetar en términos generales: criticar la religión como forma de opresión me parece válido y proponer que la creencia en la recompensa del más allá, como excusa para no hacer nada ante las injusticias del más acá, puede vaciar el alma más que enriquecerla no resulta desacertado. Desde nuestra ética occidental conceptos como el de su abolición suenan un poco fuerte, puesto que implica violentar la conciencia individual, último refugio de cada persona. Al fin y al cabo, que los principios religiosos solo condicionen a los que profesan esa religión resulta tan loable como inaceptable que quieran imponer esos principios a los que no la profesan. Pero nunca olvidemos que la práctica siempre es más complicada que la teoría.
La religión en Occidente está de capa caída. Cada vez son menos las personas que, por razones religiosas, se ponen límites a lo que pueden hacer o a lo que tienen que pensar. No siempre fue así entre nosotros. Cuando lo era acabaron surgiendo los librepensadores, un movimiento de liberación de tales ataduras, de manera que Wikipedia define que «un librepensador es una persona que sostiene que las posiciones referentes a la verdad deben formarse sobre la base de la lógica, la razón y el empirismo en lugar de la autoridad, la tradición, la revelación o algún dogma en particular». Hoy los librepensadores también están tan de capa caída como la religión a la que combatieron, y han sido arrinconados y condenados por nuevos movimientos que tomaron lo peor de las religiones, en cuanto a la represión del pensamiento se refiere, en aras de lograr una sociedad más justa, limpia y equitativa.
Lo primero, para cualquier movimiento que aspire a ser hegemónico, es eliminar a sus opositores; lo segundo, eliminar a sus competidores, y si opositores y competidores son los mismos, mejor que mejor, un trabajo que se ahorran. Una buena estrategia consiste en demonizar todo aquello que se les opone; demonizar, que no es otra cosa que ver al diablo detrás de todo lo que nos resulta aborrecible. Otra es censurar y la tercera puede ser condenar. No es sorprendente que la Inquisición sea ahora tan atacada por los que la han sustituido en sus objetivos de librarnos de la influencia de todos los demonios, aunque sea contra nuestra voluntad, a buscar y rebuscar en toda opinión libre un grieta de maldad que justifique su extirpación, aunque sea cayendo en todas las contradicciones imaginables. Como una vez escuché decir a Alaska, «sabíamos de dónde venía la censura de antes y cómo defendernos de ella, ahora nos censuran más sin que sepamos de dónde viene ni cómo podemos protegernos».
Hace unos meses el politólogo Fernando Vallespín presentó en Langreo su libro 'La sociedad de la intolerancia'. Comentó que en Estados Unidos, el país en el que nació la corrección política, hay una palabra tan ofensiva para designar a la gente de raza negra que no puede mencionarse ni para criticarla. Él la pronunció, diciendo que en Estados Unidos no sería posible hacerlo ni con el ánimo reprobatorio con que la había traído a colación. Pues bien, si se avienen a ver la charla por YouTube, cosa que les recomiendo, verán que en el minuto 71 la palabra ha sido censurada por un pitido, como el que se escuchaba en aquella televisión en blanco y negro cuando se decía alguna palabra inconveniente. Como pueden ver, yo no me he atrevido a mencionarla.
Todo cambia para poder seguir siendo igual. Leo en EL COMERCIO que Sanidad quiere pedir a los restaurantes que retiren el vino y la cerveza de sus menús para salvaguardar nuestra salud cardiovascular. Puede ser un globo sonda o un bulo, pero la intención de preservar nuestros cuerpos y nuestras almas de la perdición, incluso contra nuestra voluntad, persiste con la misma intensidad que en la Edad Media. Puede que tal intención, además de preservar nuestra salud, soliviante a uno de los sectores agroalimentarios importantes de nuestra economía. Si reducimos la producción de vino probablemente contribuiremos a que más pueblos sean víctimas del abandono y a que más gente quede sin trabajo, pero no todo está perdido. Si en vez de hablar del quebranto de un sector productivo lo convertimos en un combate contra el lobby del alcohol, todo resultará más digerible.
Tanto las religiones como las neorreligiones han mostrado una especial dedicación a los desfavorecidos, lo que no está nada mal. Lo malo es que nos den la turra con la insistencia de un inquisidor cívico con que todo lo que se hace para remediarlo es insuficiente y está mal hecho. Como las religiones excluyentes, las religiones cívicas sacralizan sus principios, los vuelven inalterables, los sustraen del debate y los vuelven sofocantes, a la vez que sus partidarios se aíslan de otras formas de ver el mundo. Como antes se usaba el latín, esgrimen un lenguaje propio y alejado del que utiliza el común de los mortales para fomentar un tribalismo identitario que predica la inclusión pero practica lo excluyente.
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