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Hace un mes escribíamos sobre una Asturias que, por demografía, empleo, bases imponibles o gasto público es insostenible. Toca ahora hablar sobre una Asturias que sea capaz de sostener su declive. Todos los expertos apuntan a que el problema clave de Asturias es la productividad. ... Que se traduce en una escasez de empleo. Quienes crean empleo –y riqueza–, también en Asturias, son las empresas. Mayormente privadas. En este diario se ha apuntado que bastarían 250 empresas para salvar la brecha de empleo de Asturias con el resto de España (no con Europa). Pero esas empresas deberían ser productivas, de mediano o gran tamaño, innovadoras y competitivas en mercados internacionales.
Partimos de una urdimbre poco propicia. España dobla la dotación por habitante de negocios hosteleros que promedian los países del septentrión europeo y supera de largo la de países turísticos como Francia o Italia. Y sin embargo promediamos la mitad en empresas de programación, de comunicaciones o de fabricantes de equipos electrónicos. Asturias multiplica esos diferenciales: la ratio hostelera supera de largo la nacional, triplicando las del Norte europeo, mientras la dotación TIC viene a ser un tercio de la de esos países, con un volumen de empleo muy inferior al que nos correspondería por peso económico. España, pero sobre todo Asturias, tienen un tejido empresarial que además de escaso en dotación y tamaño, presenta un desequilibrio en favor de ramas de actividad poco competitivas e innovadoras, con su correlato en una estructura social muy frágil; dependiendo ambas, crecientemente, del sector público.
Es un problema histórico. España casi nunca disfrutó de una estructura económica empresarial puntera surgida desde la iniciativa privada propia. Las Reales Fábricas fueron impulsadas por la Corona, lo mismo que la industria naval o la armamentística. Los grandes inversores en el acero y los ferrocarriles fueron, excepción vasca aparte, extranjeros, y siempre apoyados por el Estado. Sucede lo mismo con el estratégico sector automovilístico: nuestra industria ha dependido casi siempre de matrices foráneas o de la empresa pública.
Asturias, ha sido más pródiga en estadistas –desde Alonso de Quintanilla a Álvarez Cascos– que en empresarios innovadores. La minería y, sobre todo, la siderometalurgia, surgieron de iniciativas lejanas. Es el caso del riojano Duro, o de Gillhou, Bilkstad o Cousserges, motores de la industrialización astur. Luego, aparece el Estado. Los capitales asturianos aparecen ligados a actividades auxiliares –finanzas, transporte– y, posteriormente, promoviendo en sectores ya maduros o como accionistas minoritarios en las empresas industriales. En eso, por cierto, nos diferenciamos de los vascos: en Asturias no hay Ybarras, Gandarias, Goitias y Ostolazas que, desde un primer momento, impulsen la industria aun con auxilio de extranjeros, como Mwinkel.
Casi dos siglos después, el cambio tecnológico es de nuevo imparable. Los datos muestran que España y, desde luego, Asturias, se quedan atrás una vez más. Lo que nos lleva a pensar si en España, pero, sobre todo en Asturias, es posible transformar nuestra economía con capitales privados propios. Todo apunta a que la respuesta es no. Y a que, pese a notabilísimas y meritorias excepciones, aunque insuficientes, necesitamos capitales foráneos y públicos para sostener e impulsar nuestro desarrollo. Pero, a diferencia de lo que sucedió hace casi dos siglos, cuando atrajimos capitales extranjeros porque había carbón, hierro, puertos y un mercado cerrado, ahora los recursos son más difusos y la atracción de capitales más compleja. Conocimiento hay en casi todas partes. Intangibles como el medioambiente o la calidad de vida, también. Y los mercados son mundiales, o casi, por lo que la localización es secundaria. Por desgracia, quizá sea el coste de la mano de obra cualificada el principal atractivo de Asturias y, en buena medida, de España.
En el caso de Asturias, la atracción de capitales foráneos –o, incluso, propios, pero radicados fuera– requiere mejorar la competitividad de la región. Sin duda, disponemos de capital humano, si bien sería conveniente buscar una excelencia diferenciadora clara. Y, con matices, de calidad de vida. Pero hay que mejorar la conectividad interna y externa de la región, las telecomunicaciones, los tributos, el medioambiente, las relaciones laborales y, desde luego, la seguridad jurídica y administrativa, evitando cualquier atisbo de clientelismo. Más aún cuando Asturias es una región periférica en Europa, sin un hinterland destacable como el de Galicia o País Vasco-Navarra.
El rol de las administraciones publicas puede articularse de forma diversa.
Por un lado, las administraciones pueden ser motores del cambio tecnológico. Más allá el I+D+i, cada vez es más necesaria una administración digital accesible para todos, sintetizada en una tarjeta ciudadana con datos actualizados de personas, entidades y empresas, de forma que se pueda acceder a una prestación, ayuda o subvención sin gestiones engorrosas y a veces disuasorias. Sucede lo mismo con la movilidad sostenible y autónoma, que será multimodal y casi a medida para competir con el coche privado. El ejemplo estonio merece ser estudiado.
Por otra parte, pueden involucrarse en la actividad inversora, y no sólo en sectores punteros. Más allá de los Next Generation –cuya demanda parece resentirse, en algunos sectores concretos, como el de semiconductores, por un desajuste entre su diseño y la capacidad de nuestra estructura económica– caben varias alternativas.
–Potenciar los actuales instrumentos de promoción económica, mirando a buenas prácticas desarrolladas fuera. En el País Vasco, por ejemplo, con sociedades de capital riesgo potentes e inversoras y potentes alianzas estratégicas público-privadas, casi siempre con las universidades de fondo.
–Evaluar la posibilidad de dar un paso más allá de los clusters, impulsando fusiones o, incluso, poniendo en marcha sociedades de capital mixto o enteramente público en sectores estratégicos en los que se detecte carencia de masa crítica privada. Ya se hizo en el pasado, y no siempre con malos resultados.
Sin duda, algunas ya existen –pero deben potenciarse– y otras pueden ser dudosas o controvertidas. Y suponen asumir riesgos demasiado conocidos. Requieren además de una administración y de una clase política extremadamente escrupulosas y profesionales, con visión estratégica compartida, capaz de reclutar a los mejores con independencia de su procedencia ideológica, evitando toda pulsión clientelar o partidista. Las administraciones deberían tener mucho que decir en el futuro de Asturias, apoyando, sosteniendo y no 'estorbando'.
Mirando a la historia, todo apunta a que Asturias –y España– tienen muy difícil subirse al carro de la revolución tecnológica. Que se necesitará un impulso 'ilustrado', abierto y generoso que acompañe, sostenga e impulse a nuestras empresas, cubra sus carencias y atraiga capitales. Y eso exige la excelencia de nuestras élites. Y un cambio de prioridades e ideas. La alternativa es volver, en medio siglo, a ser aquella Asturias pobre y atrasada previa a la industrialización.
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