A lo mejor soy yo, pero tengo la impresión de que ya no nos sorprende nada. Lejos de la estupefacción o de la maravilla, vemos las cosas que suceden y no les atribuimos ninguna importancia, como si asistiéramos al desarrollo de un guion que ya ... conociéramos de antemano. Y no hablo del modo en que a nuestro alrededor (¡en Europa!) las guerras que creímos que ya nunca volverían a suceder, porque eran cosa del pasado y de los libros de historia, suceden. Ese asombro lo dejo para otro momento porque aún no he sido capaz de masticarlo. Me refiero, en este caso, a la forma en que, sin ningún tipo de pregunta, y lo que es peor, sin ningún tipo de sorpresa, asistimos al nacimiento y el desarrollo de tecnologías que nos cambian la vida, incluso mucho más de lo que creemos. Las descubrimos, y sin que les prestemos ningún tipo de atención especial, comienzan a formar parte de nuestras vidas. Sin que nos inmutemos. Recuerdo una respuesta del gran José Luis Sampedro cuando le preguntaron qué pensaba de la tecnología: «Yo sigo maravillado por el mecanismo de un tajalápiz, así que desde ahí todo me parece magia». No sé qué pensaría si hubiera vivido lo suficiente como para ver dónde está llegando (y apenas ha nacido) la inteligencia artificial, todo eso que leímos tantas veces en argumentos de ciencia ficción y que hoy en día desfila ante nuestros ojos cansados, imagino, de sorprenderse. Como mucho, alguna voz señala el peligro que supone: académicamente no deja de ser una faena para los profesores, que habrán de desarrollar mil estrategias para dilucidar cuáles de los trabajos que entregan sus alumnos son el resultado de su esfuerzo o se han limitado a pedirle al Chatgpt que escriba un texto de un número de palabras determinado sobre cualquier tema. El peligro también existe (y cómo) en el asunto del mercado laboral. Se calcula que en un par de años 'sobrarán' millones de trabajadores de todo el mundo en campos tan diversos como el educativo o el diseño gráfico. Y todavía apenas hemos empezado con los robots y sus infinitas posibilidades.

Publicidad

Bueno, pues no veo a nadie maravillarse ni aterrorizarse por ello. Lo tomamos como algo absolutamente normal: como mucho algún chascarrillo acerca de lo que nunca conseguirá hacer la inteligencia artificial (sí, sí, como para fiarse), alguna duda acerca de la pérdida de la privacidad (como si existiera un solo átomo de nosotros que no estuviera escudriñado por poderes y corporaciones) y una ligera preocupación por los puestos de trabajo, pero ni una sola idea para cuando esto sea (ya es, pero estamos tontos y no lo vemos) un problema.

Personalmente, no dejo de sentirme fascinada cuando un programa interpreta mis palabras y las traduce en un cuadro o en una fotografía (es tan inquietante ver fotos de personas que de ninguna manera existen). Lo del Chatgpt aún me permite respirar un ratito, porque ya he comprobado que tampoco sabe tantas cosas de música, por ejemplo, y sobre todo he descubierto que a la hora de escribir poemas crea auténticas cursiladas y no ha aprendido todavía la métrica de los sonetos, sin ir más lejos.

Pero aun así, a veces temo encontrar a mi aspirador de cháchara con Alexa, confabulando quién sabe qué maldades de esas que sin duda desembocarán en su absoluto dominio sobre un planeta en el que a nosotros solo nos tocará ser esclavos o desaparecer.

Este contenido es exclusivo para suscriptores

3 meses por solo 1€/mes

Publicidad