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Antes de subirnos al autocar se me acercaron dos muchachos, abrigados para la temperatura templada en la Costa Azul. Él, con una zamarra de cuero, y ella con un abrigo que le llegaba hasta donde la minifalda. Se me presentaron, como si yo pudiera alumbrarles ... en sus dudas. El muchacho se llamaba Domingo y la chica Araceli, eran canarios y eso explica que trajeran en el cuerpo la temperatura más cálida de las islas. Domingo presentaba en el rostro un gesto doliente, que enseguida me lo hizo saber. «¿Dónde haremos la próxima parada?». Respuesta mía: «En Pisa, para visitar la torre inclinada». Domingo: «Alrededor de la torre, ya sabes, ¿habrá algún sitio donde bajar el pantalón? Ayer comí alguna porquería que me sentó como un tiro». «Hablaremos con Isabel», le respondí, con cierto alivio por mi parte de ser útil y desviar el pensamiento de mis tormentos interiores, y el externo malestar de compartir el asiento con un hombre con instintos de cabra.
Isabel, la guía, tranquilizó a la pareja diciéndoles que se haría alguna parada si era preciso, en lugares de descanso y estaciones de servicio. En cierto modo, aquel incidente sirvió para tomar contacto por primera vez con compañeros de viaje. Enseguida me enteré de que Domingo era el encargado de la fontanería de un hotel y Araceli maestra. Ella bastante agraciada, y con esa deliciosa doma que hacen del idioma castellano las mujeres canarias.
Araceli era la que avisaba a la guía desde entonces para solucionar los apuros del estrenado marido, y ello me hizo comprender que el oficio de llevar turistas tiene más complicaciones que oficiar de lanzadera de un lado para otro, obligados a atender problemas de todo tipo e incluso a templar gaitas. La muchachada miraba hacia las ventanillas de la derecha para ver el Mediterráneo, quieto y azul; y, en las laderas de los montículos, la monumental exhibición en forma de casas y jardines del capitalismo de medio mundo. Un mundo tan mal hecho que te agobia por dentro, y mirando hacia afuera en la Costa Azul sientes la rabia por la distancia sideral entre la opulencia y la miseria.
Los jóvenes canarios me alegraron por momentos aquel viaje, después de la llegada a Roma. Araceli era culta, y aparte de lo programado por la agencia se había enterado de lugares dignos de ser visitados. Domingo también tenía sus habilidades, y en Verona, a la hora de hacerse una foto con la estatua de Julieta, quiso alegrarle el día acariciándole la parte desnuda que rima con su nombre. Y Julieta sin decir que solo sí es sí.
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