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Vengo pensando en los últimos tiempos si eso de vivir no será un asombro permanente. La traducción sencilla es que cada vez entiendo menos este mundo que nos ha correspondido en suerte. La traducción aún más sencilla es que me temo que me estoy haciendo ... vieja. Durante muchos años me aferré a la idea de que asumir las innovaciones de todo tipo que traían los tiempos era síntoma de juventud y que la vejez empezaba cuando rehuías simplemente por nuevo cualquier conocimiento, cualquier tecnología, cualquier corriente de pensamiento. No iba a ser yo como aquellos, horror, que en su tiempo abominaron de Los Beatles por melenudos y por incomprensibles. No iba a ser yo como aquellos que alertaban de que la velocidad que podían alcanzar los trenes en sus inicios podía causar graves daños en los cerebros de los viajeros. Si un día me veía despotricando contra algo, más allá de las excentricidades absurdas de algunas pasarelas de moda, estaba perdida: ya habría empezado a envejecer.
Y en esas estoy: en el asombro, y en la incomprensión que suelen desembocar muchas veces en el estupor y a menudo en una indignación sin esperanza. Con una sensación de desalentadora intemperie. Pero de verdad que se me hace cuesta arriba entender que los 'influencers', 'youtubers' y 'tiktokers' más seguidos y, por tanto, más pagados sean una colección de ágrafos, apóstoles de la banalidad cuyos únicos méritos parecen ser coreografiar la nada y magnificar la obviedad. Se me hace difícil entender ese desdoblamiento virtual que permite a una gran cantidad de personas construir un universo instagramero de colorines y brillos en el que nada es verdad, y todo está enfocado a mostrar una imagen imposible, empezando por los filtros que transforman en otro al protagonista, los escenarios, las actividades y en definitiva el postureo (me temo que lo mismo utilizar este término ya me convierte en vieja sin remedio, porque a estas alturas ya estará superado). Se me hace incomprensible tanta intolerancia, tanta intransigencia, pero también lo contrario: esa comprensión y justificación infinita de cualquier conducta, esa blanda permisividad con actitudes que merecerían desde una colleja a un análisis profundo. Y de verdad, también se me hace imposible comprender no ya el reggaetón, que por supuesto. También y, sobre todo, esa tendencia a la aceptación, cuando no directamente a la bendición, que observo en los últimos tiempos y que incluye la comprensiva admisión del lenguaje que se utiliza mucho más allá de la inclusión de términos de lo que en otro tiempo se llamaba argot y que ahora ya ni sé, más allá del contenido profundamente machista, contestado excepcionalmente con una vehemencia que tampoco acaba de convencerme. Creo que, de todo ello, lo que más me asombra es que esa colección de frases delirantes, que pervierten cualquier sintaxis, que desafían la fonética, que incluyen auténticas barbaridades gramaticales, sea contemplada con benevolencia, se justifique porque, dicen, responde al idiolecto (¿seguirá llamándose así?) de una gran cantidad de personas.
Supongo que esto es el inicio de la vejez: ese tiempo en que terminaremos por sentirnos progresivamente arrinconados, ajenos al vértigo de la novedad, aturdidos por el ruido de tanta palabrería sin ideas, y definitivamente extranjeros en unos días que, me temo, terminarán por nombrarnos tan pretéritos como inservibles. Y cascarrabias.
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