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La generación del 98 marca el punto más bajo del derrotismo español. Se pierden los restos del Imperio, el pesimismo campa por sus respetos y no fue hasta la Transición y la llegada de la democracia que se pudo recuperar un poco el aire. Pero ... los viejos demonios siempre nos acompañan. España como fracaso. Ser español porque no se puede ser otra cosa. Volver a no pasar de cuartos de final. El país está de nuevo en crisis, social y política: la degradación institucional, el populismo, la polarización, el peligro que corre la integridad territorial. Uno, desde luego, no se puede comparar con Unamuno, Azorín, Baroja, Maeztu, Concha Espina o Valle, pero sí puede hacer algunos análisis.
Algunos íncubos y súcubos familiares: renuncia al consenso; proceso constituyente secreto en marcha; puesta en duda de los valores democráticos; quiebra progresiva de la convivencia. La Transición y el Socialfelipismo (Umbral dixit) trajeron a España una riqueza y una estabilidad que no había disfrutado en siglos. Los progres y los aristócratas tomaban copas en el Joy, y a nadie se le ocurría dar el coñazo cuando lo importante era entrar en Europa, extender la prosperidad y abrir el Moët Chandon. Pacto Social, se denominaba. Y nos fue bien (con todos sus peros), todos ganaban y, de hecho, aquí estamos. El problema es que han vuelto los necios, los sectarios, los tristes. Los que quieren que la historia se joda de nuevo. Y hay una hoja de ruta: cargarse la independencia de los jueces y la imparcialidad del TC; reubicar la naturaleza de la soberanía; contorsionar el sistema para que quepa por el ojo de aguja de un delirio social. O sea, cargarse el 78.
No hay mayorías suficientes para reformar la Constitución (artículo 168), pero hay otros caminos para corroerla. Se hacen reformitas a las bravas, con mayorías no cualificadas, enfrentando a media España con la otra media, todo envuelto en márketing político. ¿El objetivo? El Estado democrático de Derecho. En esa panoplia de herramientas tóxicas, tenemos, por un lado, la fantasía de que la nación española es plurinacional (con derecho a la autodeterminación de sus partes), y por otro, el intento de deslegitimación de la Transición. Respecto a lo primero, la falsedad es indudable: hay un vínculo emocional, histórico, aparte de un Estado, unas administraciones y unas instituciones. Por lo tanto, me centraré en el segundo punto. Cualquiera que haya visto las Cortes en aquellos días, se dará cuenta de lo peligrosa que fue la empresa. Un vacío de poder. Una inflación galopante. La crisis del petróleo. ETA matando por doquier. Las Fuerzas Armadas inquietas, muy inquietas. Los asesinatos de Arturo Ruiz y los abogados de Atocha. La clave de todo fue un pacto. Un pacto constitucional. El paso de la ley a la ley, el consenso, la prudencia, lo que decía Adolfo Suárez de hacer normal a nivel de ley lo que era normal en la calle. El encauzamiento de la res publica hacia las libertades y los derechos y la separación de poderes y la economía social de mercado y las autonomías y la integración en Europa. Nada más. Nada menos. El 27 de octubre de 1977 Fraga presentó a Carrillo en el Club Sigo XXI como un «comunista de pura cepa», y el presentado lo aceptó como lisonja, y no pasó nada. Doce días antes se había aprobado la Ley de Amnistía. Todos se perdonaron. Todos se olvidaron de lo que era necesario olvidar para que el país se pusiera en marcha. Unos, Paracuellos. Otros, los 'enterados' de Franco. ¿Y ahora? Pues les cuento.
Ahora, señores, tenemos una campaña que comenzó con Rodríguez Zapatero. Míster Caracas eliminó los contrapesos del PSOE, y colocó a un partido socialdemócrata en el camino hacia el estropicio radical que tenemos ahora. Lo minoritario, el dogmatismo, la aprobación de cualquier estatuto catalán, el Pacto de Tinell. Luego, la Ley de Memoria Histórica, que podría haber fungido como bálsamo legal, pero que se convierte en palanca de polarización al idealizar la Segunda República y convertir a Zetapé en su heredero y adalid. Después, se identifica a la izquierda con la democracia y a la derecha con el franquismo, con lo que se deslegitima al PP para gobernar. La estrategia maniquea, de confrontación, se profundiza con la Ley de Memoria Democrática, en la que ya se impone una interpretación oficial y única de la historia, con comisiones, fiscalías y sanciones incluidas. A eso añádase el 'chou' de la exhumación del Caudillo y podemos ir sacando algunas conclusiones. Ya verán.
Si tenemos una versión única e intachable de la Segunda República, sus herederos serán los partidos de izquierda, mientras la derecha queda identificada con el franquismo. Evidentemente, si la legitimidad arranca de la Segunda República, todo lo que se construyó sobre la Constitución del 78 carece de validez. Eso nos lleva a un nuevo proceso constituyente, en el que el final de pasillo conduce a una sociedad peronista, dividida otra vez en dos bandos, y en la que se vislumbran las trincheras y las fosas. Por supuesto, en esta dinámica los ataques contra la Corona no son contra Felipe VI, sino contra la institución misma, por el conocimiento de que representa uno de los mayores obstáculos para dicho proceso. Y en el camino, resultan impagables las enseñanzas de Gramsci y su discípulo, Laclau, con sus mensajes simplistas en los media, los tuits elementales que impiden el debate profundo, el recurso de lo emocional, la visceralidad, el histrionismo, el insulto y la descalificación. El adoctrinamiento, en suma.
Gil de Biedma escribía que la historia de España es un cuento muy triste porque siempre acaba mal. Yo creo que esto es una chorrada. España se ha ido a la lona y se ha levantado todas las veces. Es una cuestión de razonamiento, de esquivar tanto el triunfalismo como la leyenda negra; de trabajar, de hablar, de pactar, de respetar la Constitución, y en su caso, cambiar lo que haya que cambiar, pero con mayorías adecuadas. Y, por favor, ya puestos a mover los muebles, no se olviden de la Ley Electoral y el dichoso Victor D´Hondt.
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