GASPAR MEANA

La serpiente de verano

Cómo la echo de menos. Ucrania, pavorosos incendios, el cambio climático, los problemas energéticos, la desigualdad rampante... Lo que antes quedaba neutralizado durante un par de meses al año, ahora se pasea por el verano con amarga impunidad

Domingo, 21 de agosto 2022, 21:41

Cómo echo de menos las serpientes de verano. Antes renegaba, pero ahora, con la que está cayendo, la expresión 'virgencita, virgencita, que me quede como estoy' adquiere todo su sentido. En veranos más arcádicos siempre nos quejábamos de las chorradas que sacaban a colación los ... periódicos a fin de rellenar páginas. Siempre había un chiflado que clamaba haber sido abducido por marcianitos verdes, o se avistaban enormes serpientes mesozoicas en el río Júcar (en España, como no tenemos un malta tan bueno como en Escocia, no veíamos cosas más grandes, tipo Nessie, un plesiosaurio, pero ahí estábamos, dándolo todo). Quién no recuerda las alarmantes noticias sobre la presencia de Hitler en provincias patagónicas (hoy el Führer cumpliría 133 años), que se dejaba ver dando un paseíto igual que en las primeras escenas de 'Ser o no ser', de Lubitsch. El Yeti, el Bigfoot, las caras de Bélmez, los UFOS, pirados en Stonehenge haciendo sacrificios humanos, la licuefacción de la sangre de algún santo. Tampoco faltaba algún descubrimiento arqueológico que confirmaba el Diluvio (no recuerdo cuántas veces se descubrieron los restos del Arca de Noé), se encontraba la piscina de Siloé donde Jesús curó a un paralítico (todos los veranos era una nueva) o el esqueleto de la barca en la que navegó por el mar de Galilea. Ah, las serpientes de verano, qué bonito, de verdad.

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Según la RAE, una serpiente de verano es «información, generalmente poco fundamentada, que se difunde en verano, cuando hay escasez de noticias». Los precedentes históricos pueden ser los episodios que se publicaban en la prensa decimonónica sobre crímenes sangrientos, que servían como gancho para las clases más populares, y los mismos ciegos, en el Medievo, que iban por los pueblos cantando las sentencias de los tribunales para ganarse la vida. Lo más parecido que hemos tenido últimamente fueron las idas de olla de Bosé y los 'chis' que nos inyectaban con las vacunas, pero, en fin, no sé, no es lo mismo que un gran tiburón blanco en Zahara de los Atunes o aquellas avionetas anti-nubes que boicoteaban la lluvia en Murcia. No obstante, gracias a los avances genéticos, y las nuevas plagas tipo Covid (no será la última), estoy seguro de que no tardaremos en ver monstruos mutantes, engendros que se salen de madre en algún laboratorio de apartadas provincias chinas (Frankenstein, aunque achacoso, siempre está al pie del cañón). El mismo Godzilla puede tener un lavado de cara, y con sus nuevas reencarnaciones será capaz de amenazar la estepa castellana, y aunque nuestros Leopard no puedan enfrentarse a él, siempre podemos utilizar la estrategia de Gila: «No tenemos tanques. Tenemos un enano en un 600 que va insultando. No mata, pero desmoraliza». También es posible que, ante la inevitable invasión del África Negra de las costas europeas (si estás pasándolas putas y encima te quieren violar día sí día también, es normal que cruces el Mediterráneo, aunque sea en un pato de goma), los nuevos ciudadanos se traigan ritos lovecraftianos, como el del dios congoleño Namuzinda, 'el que está al final'.

Toda esta pasión por lo extraño, lo curioso, lo extravagante, lleva con nosotros desde el principio. Se nos hacen los ojos chiribitas por una buena historia que nos entretenga, que nos haga sonreír o que nos ponga los pelos de punta. Cuando estamos amorcillándonos en una tumbona, hasta el más exquisito lector de George Berkeley se deja meter la espada hasta la bola si el cuento tiene gracia. Recuerdo que hasta los caballeros medievales coleccionaban mandíbulas de dragones (quién sabe de qué animal se trataría) o cuernos de unicornios (eran de narval). Daba caché, se podía uno tirar el pisto. Y es que en una ocasión el filósofo Nikolai Berdiáiev dijo que la Revolución Rusa fue como la colisión entre el siglo XVI y el XX sobre suelo ruso, y desde el punto de vista de un servidor eso vale para todas las cabezas humanas, en las que se reproducen al mismo tiempo distintos niveles históricos y tanto puede usted disfrutar de las últimas delicatessen digitales como soltar alguna coz debido a una superstición que considera como dogma de fe.

Plagas de mosquitos-tigre, ataques de medusas gigantes, salmonelosis que se cargaban bodas enteras, Pitita Ridruejo siendo testigo de alguna aparición mariana en un prado de El Escorial, el robo del pene de Napoleón… Ah, qué nostalgia. Era como aquello de Cervantes, «caló el chapeo, requirió la espada, miró al soslayo, fuese y no hubo nada». Podíamos caer desde muy alto, pero siempre se abría el paracaídas. Ahora todo son prodigios, presagios y auspicios de que, aunque sea el fin el mundo, la cosa puede ponerse peor. Ya lo decían en 'La escopeta nacional': «Hasta la guerra han estropeado». Ucrania, pavorosos incendios, el cambio climático, los problemas energéticos, la desigualdad rampante… Lo que antes quedaba neutralizado durante un par de meses al año, ahora se pasea por el verano con amarga impunidad. Y me temo que la cosa no tiene marcha atrás. La flecha del tiempo continuará avanzando, y tendremos que hacer lo que podamos con nuestros conflictos y con nuestra fragilidad, sin dejar de rascar los posos de esperanza que han quedado en el fondo de la caja que Pandora abrió hace mucho, mucho tiempo, con el resultado que todos conocemos. Aunque, más o menos como siempre, ¿no? Y aquí seguimos. Por el momento.

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